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Opinión

Otra memoria

La ciudad donde vivo come piedra. Hubo un tiempo en que los publicistas del progreso quisieron derribar los muros que la achicaban con un mazo de verbo y letra. “Necesitamos expansión, mucha expansión”, pregonaron, escribieron. Pero no les alcanzó. A comienzos del XX, cuando Cartagena de Indias creía sacudirse del letargo de sus crisis secular, una compañía inglesa con sus pergaminos mundiales de progreso, recomendó que era necesario entrarle a pica a algunos tramos de las murallas como una acción necesaria para el saneamiento del puerto. Algo derribaron. Murallicidio, lo llamó un ilustre miembro de la Academia de Historia en uno de sus textos, cuando ya la ciudad había aprendido a consolar sus desdichas presentes con la gloria pasada de la piedra.

Mientras Cartagena se abrazaba a la roca, una bestia que se alimentaba de carbón fundaba su memoria de hierro. El 20 de julio de 1894 se inauguró el Ferrocarril Calamar-Cartagena y quizá lo primero que habría que decir es que no es producto de la casualidad la fecha que se eligió para que las locomotoras empezaran a surcar la región con su resoplido de asmático. Para los propagandistas de la nación, encabezados por Rafael Núñez, los trenes conectando a las regiones con los puertos, era la culminación de la independencia política de principios de siglo XIX. 

Escritores, poetas, políticos, empresarios, comerciantes y los habitantes de los pueblos de la línea, se sumaron al ritmo de vida que proponía el tren. El 21 de agosto de 1894, el poeta José Asunción Silva escribió una carta a su madre y a su hermana, poniéndolas al tanto de su estadía en Cartagena de Indias y de su experiencia de viaje en el Ferrocarril Calamar-Cartagena. Silva dijo que los carros de este ferrocarril eran mucho más elegantes que los de la sabana; que el tren con sus empleados americanos cruzando por el paisaje virgen de hierbas, árboles seculares y palmeras, daban la sensación de algo hecho en otra parte y colocado como por encanto en este lugar, pero que el viaje de siete horas con su “incesante movimiento”, cansaban “como un día de mula”. 

Los habitantes de los diferentes pueblos por donde transitaba vivieron, celebraron y sufrieron el ferrocarril cuyos rieles fueron levantados en 1951. Pero ese tren, que trasportaba el pescado de Calamar, Arenal, Soplaviento y Hatoviejo; el ganado para exportación; el cazabe de Arjona, los bollos de maíz y de yuca y las frutas de Turbaco; los médicos, el jarabe de totumo y los estudiantes; los músicos y las parejas fugadas; los parranderos que venían de los pueblos a las fiestas del 11 de noviembre en Cartagena; los curas, las monjas y las prostitutas; los poetas y los sirio libaneses con sus telas multicolores; los magos, los maromeros de circos pobres y los presidentes de turno, fue olvidado. 

Aparte de algunos clavos regados en los potreros y pedazos de rieles que descansan en algún rincón de una casa, nada queda de aquella bestia a la que se le atribuía el progreso. La ciudad donde yo vivo sigue comiendo piedra.

javierortizcass@yahoo.com  

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