
He coleccionado historietas desde que era niño —confesó el asesino serial antes de ser ejecutado—. Recuerdo que me iba temprano a la cama con un legajo enorme bajo el brazo, y solo después de la medianoche me quedaba dormido sobre la colcha de revistas releídas. Por una infame prescripción médica, apenas podía bañarme en el mar una vez por semana y debía conformarme con escuchar el oleaje desde el altillo de nuestra casa en Sabanilla. Mi hermano —que fue el primero de mi lista—, era unos minutos mayor que yo, pero reclamaba con vehemencia, casi con rabia, su azarosa condición de primogénito. De esa forma, mientras él correteaba con nuestro perro bajo la lluvia o desentrañaba cangrejos en los espolones, yo colgaba una hamaca en el mirador, embadurnaba mi cuello con mentol de eucalipto y me sumergía sin prisa en los termales de la lectura.
Las historietas salvaron mi vida, si a eso, claro, podía llamársele vida. Agobiado por la congestión de las madrugadas, acaricié muchas veces la idea de arrojarme desde la escollera. Pero la necesidad de saber cómo saldrían del atolladero mis héroes de infancia me obligaba a desandar los pasos y volvía a casa abatido, perseguido por el zumbido de los pulmones. Me torturaba pensar que tampoco mis padres hallaban sosiego en las noches, cuando mis ataques de asma se hacían más intensos. Ahora —no me cuesta nada reconocerlo—, me invade la ira cada vez que algún hijo de vecina se lleva a la boca un aparatito de acción inmediata, ajusta su bufanda y sigue su camino después de una granizada. Yo, que no conocí sino jarabes de totumo y menjurjes de yerbatero, le habría puesto un revólver en la sien al Niño Dios para que me trajera un inhalador de salbutamol en Navidad.
Sin lugares comunes
María Olga quiere que Eduardo conozca París como la gente normal. Su estancia se ha centrado en lugares que cualquier persona evitaría: la celda en la que pagó prisión la maestra de la logia de los Jagüeyes, la esquina en la que una furgoneta atropelló a Roland Barthes, el emplazamiento de la horca de Montfaucon, el pasaje de la bruja de Montmartre, el túnel prohibido de las catacumbas, la guarida de bohemios Le Sully.
—«Tal vez la próxima, nunca salgo del hotel antes de un vuelo».
—«Es la cosa más ridícula que he escuchado. Ajústate la bufanda que la tarde está de hielo», susurra mientras salen a la calle.
Enseguida una copa de vino en el Barrio Latino, un retrato en la Torre Eiffel, un recorrido en bote por el Sena. Luego visitan el Louvre y beben cerveza rubia frente al Arco del Triunfo.
—«Te saliste con la tuya —bromea Eduardo—, me has convertido en un vulgar turista».
De pronto, mientras regresan por los Campos Elíseos en busca de la estación del metro, quedan en medio de una protesta. Gente que corre, que vocifera, que huye de unidades antidisturbios. Hay detonaciones, tal vez algún cuchillo. Cuando logran escapar del tumulto, Eduardo advierte una mancha de sangre en su abrigo. Mira hacia atrás y ve gente corriendo. Luego se desploma.
La mano de Treblinka
Un sábado de carnaval, mientras consumía una botella de Bacardí Gran Añejo, mi bisabuelo, que había desembarcado en Puerto Colombia en 1945, fue secuestrado por un comando de monocucos del Mossad. Dicen —pero yo lo juzgo improbable— que la mano venerada que me llevó a jugar fútbol de campo en campo supo también anegar de infamia el campo de Treblinka.
@orlandoaraujof
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