Nochebuena en Fulda
Me encanta esta celebración pagana, que es antiquísima, de antes del cristianismo, y que a mí me recuerda sobre todo que Navidad es la cristianización de esta fiesta del solsticio de invierno, la celebración del regreso de la luz. Es lo que me sigue fascinando en Navidad: las luces por todas partes, el pino, que anuncia la primavera con sus espigas verdes, con sus luces y las bolas que representan las frutas que van a renacer.
De los días fugaces de diciembre, el 24 siempre fue mi preferido. Sé, sin embargo, que muchos prefieren el siete y otros añoran el 31. Para mí, diciembre es en esencia el eco de la infancia, la impetuosa niñez que gobierna aún las más sencillas decisiones de mi vida. Es el olor a pintura fresca, la brisa que remonta las cometas, el patio ancestral donde crecí. Diciembre es la música en la distancia, también bajo el níspero, la voz de Celia, de Héctor, de Joe, el fragor de una cancha de fútbol, el sancocho en el fogón de leña, el beso furtivo con sabor a ron con pasas de la primera novia.
Hace un año, escribí en una columna: «volveré a celebrar la Navidad como una íntima ofrenda a la infancia. La Navidad es para mí un homenaje a esa época en que el desencantamiento del mundo no había tenido lugar. Cada Navidad, como en una rueda giratoria, vuelvo a ser el pequeño hijo de Aura Fontalvo, el niño que caía de los ciruelos, que jugaba fútbol en Sorocaima, que pescaba en los arroyos y que el profesor Araújo llevaba a volar cometa en el potrero legendario de María Natera.»
Aquella confesión fue leída por una investigadora francesa, y debió gustarle, porque me escribió para decir que compartía plenamente mi sensación. Supe enseguida que reservaría sus palabras para la columna de este año: «Creo que más que todo la Navidad son los recuerdos de nuestra niñez —me dijo—, la mía fue una niñez del campo, en un pequeño rincón del Suroeste francés donde se sigue celebrando el solsticio de invierno, pero el 24, al anochecer, con una fogata gigante que cada familia hace arder en un terreno donde luego sembrarán cultivos. Se llama el fuego de la alegría y cantamos viejas canciones y hechizos en occitano para alejar la mala suerte y atraer la opulencia. Todas las colinas van prendiéndose, iluminando la noche más larga del hemisferio norte y llamando la luz para que vuelva. Es una conexión con la tierra, con lo universal, lo eterno, la esperanza de que podamos ver la luz otra vez y sus frutos también. Me encanta esta celebración pagana, que es antiquísima, de antes del cristianismo, y que a mí me recuerda sobre todo que Navidad es la cristianización de esta fiesta del solsticio de invierno, la celebración del regreso de la luz. Es lo que me sigue fascinando en Navidad: las luces por todas partes, el pino, que anuncia la primavera con sus espigas verdes, con sus luces y las bolas que representan las frutas que van a renacer. El resto: todo el folclor religioso y comercial (que al fin y al cabo es un poco lo mismo), nunca me ha llamado la atención.»
Evoco sus palabras mientras como una salchicha hervida en cerveza y bebo vino caliente en el mercado navideño de Fulda, una antigua y bellísima abadía imperial fundada por un monje benedictino en la Edad Media. Su monasterio es considerado cuna del cristianismo alemán, su benemérita escuela, dirigida por Rabano Mauro, fue distinguida por Carlomagno como una de las joyas de su imperio. Hasta su espléndida biblioteca, faro de las ciencias y las artes, me ha traído el proyecto de investigación Connected Worlds: The Caribbean, Origin of Modern World, dirigido por la investigadora española Consuelo Naranjo Orovio, desde el Instituto de Historia del CSIC. de Madrid.
Empieza a nevar de golpe y escucho en la memoria: «campanitas que van repicando / Navidad vas alegre cantando / ya me llegan los gratos recuerdos / del hogar bendito donde me crié» …
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