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Opinión

Escribir es un “raspao” de cola con leche

Escribo para que mis antiguas novias me perdonen, para soportar el peso del destino, de la fatalidad. Para tratar de hallar una hebra de sentido en la apretada urdimbre de los días, de las noches, de esa cosa rara y a veces nauseabunda que llamamos vida. Escribo porque me gusta, porque me da la gana, porque no me da miedo. Porque en casa me decían que de eso no se vivía, porque lo repitieron en la escuela, en la calle y en el bar.

No hace mucho encontré a un viejo caminando descalzo en las arenas de Lloret de Mar, en la Costa Brava catalana. Le pregunté por una dirección y no me supo explicar, me dijo que era escritor, a modo de disculpa. No pude reprimir la tentación y le pregunté: ¿Por qué escribe? El viejo sacudió la arena de sus sandalias sin levantar la vista, y respondió:

Escribo para que mis antiguas novias me perdonen, para soportar el peso del destino, de la fatalidad. Para tratar de hallar una hebra de sentido en la apretada urdimbre de los días, de las noches, de esa cosa rara y a veces nauseabunda que llamamos vida. Escribo porque me gusta, porque me da la gana, porque no me da miedo. Porque en casa me decían que de eso no se vivía, porque lo repitieron en la escuela, en la calle y en el bar.

Al principio, creo que fue por llevar la contraria, para dármelas de interesante, pero luego le fui cogiendo el gusto a la escritura, no sé bien cuándo pasó eso, pero pasó. Comencé a leer, después, cuando me di cuenta que no podía avanzar sin el opio de los libros, de la poesía, de las historias, breves o extensas.

Escribo porque no sé hacer otra cosa, porque nada me gusta más en el mundo. Bueno, estoy exagerando, claro, porque «casi nada» me gusta más en el mundo. Porque quiero que mis hijos me lean algún día, quizá cuando dejen de odiarme, por irresponsable, por soñador, por literato. Escribo para poder comprender, para intentar iluminar la oscura realidad que nos disparan los noticieros.

Escribo no para que mis amigos me quieran más, pues he descubierto que no tengo amigos, sino para recordar mis tiempos de infancia, para volver a sentir la brisa de la nostalgia, el canto de mi turpial, los ladridos de mi perro.

—Y tú. Por qué escribes.

—cómo sabe que escribo.

—Solo un escritor preguntaría semejante pendejada.

Bueno, le diré. No lo sé. Era muy malo en la escuela para las letras, y las cosas no han cambiado mucho. Pero disfruto la tarea. Me gusta escribir y olvidarme del mundo, de sus miserias, olvidarme de la música de las emisoras. Interesante. Creo que aún tienes salvación, no eres un caso perdido, me dijo.

Yo, en cambio, estoy desahuciado. Nunca he publicado porque no me interesa ser leído, pero escribo como si nada fuera más importante en este mundo, como si estuviera poseído por alguna musa pendenciera. Olvida todo lo que te he dicho —me dijo—. No escribas nada. A nadie le importa. Si a nadie le importa que Putin lleve un año masacrando a Ucrania.

Yo lo tengo claro, pensé, mientras el viejo se alejaba, escribir es un “raspao” de cola con leche. Luego pensé que no podría decirles eso a mis estudiantes. Quizá lo mejor de la escritura es recorrer el camino de la creación. En un mundo obsesionado con la meta, con el resultado, la escritura sigue siendo el ámbito del camino, del recorrido, que se hace y se deshace, que quizá no lleve a ninguna parte, pero que vale la pena recorrer mientras recordamos: «El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta».

* Ilustración obra del artista G. Anaya

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