Centenario Mutis
Lo que quizá muchos no le perdonan a Mutis, ese lector voraz con voz de narrador, era su posición claramente monárquica, y la plena convicción de que todos los males de América Latina eran el resultado de esa torpeza histórica que los historiadores llaman “la independencia”.
Dice la canción que veinte años no es nada, pero mientras me preparo para salir al mítico puerto de Sanlúcar de Barrameda, compruebo que se cumplen también cien años del nacimiento del poeta y narrador Álvaro Mutis, uno de los referentes internacionales más reconocidos de eso que suele llamarse la literatura colombiana. Mutis nació en Bogotá, pero era en realidad un ciudadano del mundo. Le gustaba que lo relacionaran con quien él secretamente consideraba su ancestro más ilustre: el sabio José Celestino Mutis.
Como todos los grandes escritores, tiene sus malquerientes. Individuos de oscuros pelambres que, cada cierto tiempo, saltan de su escondrijo para vituperar su nombre y despreciar su obra. Los mismos maledicentes que afirmaban que sus innumerables premios internacionales, dentro de los que se cuentan el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Príncipe de Asturias de las Letras y el Miguel de Cervantes, se debían exclusivamente a su célebre amistad con García Márquez.
Los estudiosos de su obra luminosa hablan, en cambio, de su honda sensibilidad poética, de la búsqueda de la arcadia infantil a través de la palabra, la imaginación y la memoria. Hablan también de las sucesivas pérdidas, de la poesía como superación de la ausencia y el desarraigo, como retorno al cálido paraíso ancestral de la finca familiar de Coello a través de la creación. Otros, prefieren disfrutarlo en su brillante dimensión de novelista encarnada en el trashumante personaje de Maqroll el Gaviero.
Hay quienes lo recuerdan por sus anécdotas con Gabo, como cuando le tiró todo el peso del enorme Pedro Páramo, de Juan Rulfo, a un aturdido Gabito con la sentencia inapelable: “Léase esa vaina, para que aprenda”. O en las noches prodigiosas de la gestación de Cien años de soledad, cuando visitaba a Gabo y a Mercedes con algo para comer y una botella de vino. Noche a noche, Mutis escuchaba con gran interés a Gabo relatar las peripecias de aquellas criaturas alucinantes, hasta la noche en que escuchó la historia de la mujer más hermosa del mundo que subía al cielo envuelta en un remolino de sábanas y quedó estupefacto: “Este bárbaro ya se tiró la novela”.
Para mí, la presencia de Álvaro Mutis en la mesa de los grandes escritores hispanoamericanos está garantizada no solo por su poesía o la célebre zaga de Maqroll, sino por una obra casi desconocida, una joya literaria, un libro curioso escrito en una temible prisión mexicana, el Diario de Lecumberri. Ahí se halla la que para Borges era una de las historias más hermosas de la literatura de América latina, La muerte del estratega, el espléndido relato del desesperanzado estratega de la emperatriz Irene, que no se parece a nada de lo escrito en Colombia.
Como si esto fuera poco, está El último rostro, cuento, relato, retazo de novela que inspiró El general en su laberinto, con la estampa del Bolívar europeo, que contrasta con el Caribe de García Márquez, o el Bolívar Negro de Zapata Olivella.
Lo que quizá muchos no le perdonan a Mutis, ese lector voraz con voz de narrador, era su posición claramente monárquica, y la plena convicción de que todos los males de América Latina eran el resultado de esa torpeza histórica que los historiadores llaman “la independencia”.
Parafraseando al Nobel de Aracataca, y mientras nos preparamos para conmemorar su centenario, podríamos decir: “para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir esta columna”.
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