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Adolfo Pacheco, el poeta

Los poemas de Adolfo Pacheco no necesitan premios amañados ni invitaciones fraudulentas en las delegaciones oficiales de la cultura. Su obra, que brota de la vida, de las experiencias, de la cotidianidad, es un auténtico instrumento para la indagación del Caribe. En la poesía del maestro sabanero, del aedo de los Montes de María, confluye el drama del villorrio y las intemporales situaciones dramáticas de la humanidad.

Una vez le preguntaron a García Márquez quién era el mejor poeta de América latina, respondió sin sonrojarse que «Armando Manzanero». Y quizá no se equivocaba, pese a la creciente sorpresa de su interlocutor. Los juglares de la Grecia arcaica, apreciados como maestros éticos de la sociedad, componían e interpretaban sus obras por lo general acompañados de algún instrumento musical. Eran los tiempos previos a su Caída, cuando la voz del poeta era sagrada, revestida de la verdad y autoridad conferida por las musas. Eran los tiempos en que no tenía sentido hablar del poeta y del músico por separado, pues los dos eran en realidad la misma cosa alada, dos caras de una misma moneda acuñada por los dioses.

Adolfo Pacheco es de esa estirpe de inagotable ingenio y arraigo en la cultura popular. Juglar auténtico que no necesitaba componer a lomo de burro para percibir en la brisa los acordes misteriosos de la poesía primigenia, la poesía  de los tiempos en que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.  Pues «parece que Dios con el dedo oculto de su misterio, señalando viene todo el camino de la partida».

No lo conocí personalmente, debo decir, ni me emborraché en su compañía. Me topé por pura  casualidad dos veces con él y siempre lo saludé con afecto y mucho respeto. Una vez en La Cueva, cuando ingresaba apoyado en el brazo de su hijo. Otra vez en un centro comercial de Barranquilla. Sentado en un elegante y alto bordillo, no parecía pertenecer a ese lugar.

— ¡Maestro! —Le dije— ¿Cómo se encuentra?

—Bueno —respondió, con un amplio gesto de satisfacción— ¡Estamos vivos!

No obstante, como a muchas personas del Caribe, su música me ha acompañado desde mi infancia, canciones como El viejo Miguel son verdaderos himnos populares, breves recortes de la realidad que quiebran sus propios límites, que permiten, de una manera sencilla, comprender los enigmas de la existencia, la profundidad insondable del desamparo. Muy pocos poetas, en este país de poetas sin poesía, pueden producir ese efecto, ese estado de conmoción.  «Se acabó el dinero, se acabó todo hasta el Gurrufero, de techo seguro como el alero de la paloma».

Los poemas de Adolfo Pacheco no necesitan premios amañados ni invitaciones fraudulentas en las delegaciones oficiales de la cultura. Su obra, que brota de la vida, de las experiencias, de la cotidianidad, es un auténtico instrumento para la indagación del Caribe. En la poesía del maestro sabanero, del aedo de los Montes de María, confluye el drama del villorrio y las intemporales situaciones dramáticas de la humanidad.

El poeta, como el pintor, seguirá sacando cuadros del folclor, el mochuelo repicando en la espesura, la hamaca meciendo su talento, y en el primer carnaval sin el poeta, su pinto blanco, de brioso pico estirador, mostrará al mundo cómo pelean los del Sinú.

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