Salgo en la mañana cualquier día de semana con la ilusión de que me salgan bien mis planes. Abro la reja del garaje con mi control automático y salgo. ¡Qué cómodo! Conduzco mi carro automático y con aire acondicionado, ¡Qué cómodo! Enciendo la radio a escuchar la emisora AM o FM que yo escoja. ¡Qué cómodo! En cualquiera de las dos esquinas de mi apartamento hay sendos puestos de ventas de aguacates y otras frutas, y les va bien; con mucho esfuerzo, pero les va bien. Los saludo y me saludan. También me cruzo con el mensajero de la tienda a la que llamo para domicilios, nos saludamos, pero sé que a él no le va tan bien por su bajo ingreso y falta de futuro. Para arriba y para abajo veo pasar ciclas y motos conducidas por mensajeros de Rappi, numeroso grupo muy activo pero de mínimos ingresos. Trato de meterme en sus mentes, saber cuáles son sus metas, cuáles sus sueños. No logro imaginarlos.
Sigo conduciendo pensando en mis ocupaciones. Pero antes de recorrer cinco cuadras, y mientras espero en el semáforo, ya está el primer grupo de jóvenes desempleados tratando de lograr unos cuantos pesos limpiando vidrios a vehículos cuyos conductores mayoritariamente rechazan su insistencia. A ellos les toca sufrir simultáneamente un paupérrimo ingreso con el rechazo social. Muchos son venezolanos que muy seguramente vivían muchísimo mejor antes de que Venezuela fuera llamada República Bolivariana. (Al caer esa estúpida “revolución”, lo primero que deberían hacer es eliminar ese glorioso calificativo y enterrar este desgraciado período de barbarie, para volverse a llamar como siempre: Venezuela). Junto a estos “limpiavidrios”, un par de “venezolanas” (entre comillas porque es lo que suponemos, pero de pronto no lo son), con dos pequeñines cada una. Se me parte el alma, y como no tenga unos pesos para darles, me sentiré muy mal. Y sí, así me pasa a veces, aunque procuro siempre salir de casa con una muy aceptable provisión de monedas y billetes de baja denominación, para irlos repartiendo. Le compro a Madelis Mendoza, la muy admirable señora que en su silla de ruedas se gana la vida vendiendo dulces en la esquina de la carrera 53 con calle 85. Aquella a la que de manera cruel le hicieron bullying por las redes sociales. Le compro 10 bocadillos beleños a $1.000 cada uno. Ella los vende a $500, pero… Esos bocadillos me servirán para ir regalándolos junto a unos pesos, para trasmitirles un “cariñito”, lo cual agradecen con afecto. “Que Dios se lo multiplique”, es su repetida expresión. Amén.
Pero a los que no puedo ver a los ojos son a los recicladores empujando sus pesadas carretillas llenas de cartones, tarros, varillas retorcidas, latas oxidadas, sillas Rimax con solo tres patas. ¡A estas horas de la tarde y todavía por acá arriba! ¿Cuál sitio de la ciudad será su destino? A dónde, ese, y ese, y ese reciclador vaya, ¿a qué hora llegará? Supongo que irá empujando su pesada carretilla hacia el barrio Abajo, donde compran ese tipo de materiales y que sería el destino menos lejano. ¿Pero vive allí mismo? ¿O desde ahí debe seguir su peregrinar hasta otro lejano sitio de la ciudad? ¿Puede con lo que gana mantener a su familia? Estos pensamientos son una constante en mi cotidianidad. Son los que me obligan a darles algo, más como muestra de solidaridad, que como ayuda. Y es por esto que procuro que ellos, al mirarme en ese carro grande y cómodo, no sientan de manera más lacerante la injusticia de su existencia. Ojalá fuera yo un tipo realmente rico, me repito. ¡Ojalá!
nicoreno@ambbio.com.co
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