
Descarbonización
Los números –siempre tozudos–, además de útiles para debatir, son indispensables a la hora de gobernar y tomar decisiones.
Las cifras ayudan a aterrizar los debates. La descarbonización es un tema en el que abundan los anuncios grandilocuentes, así como las metas difíciles de alcanzar. El discurso, como es obvio, ha servido para hacer política: de hecho, fue uno de los ejes de campaña del presidente Petro.
Los números –siempre tozudos–, además de útiles para debatir, son indispensables a la hora de gobernar y tomar decisiones. Las metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de Colombia están entre las más ambiciosas de los países en desarrollo. Hace dos años, el Gobierno se comprometió a reducir las emisiones de GEI en 51 por ciento frente al nivel que tendrían en 2030 si no se hace nada. Dado que la economía crece –cada día hay más vehículos, la industria produce más, la frontera agrícola se expande, se requiere más electricidad, etc. –, lograr esta meta no es nada fácil.
La estrategia requiere trabajar en muchos frentes, como generar más electricidad con fuentes renovables, electrificar el transporte, utilizar electrodomésticos y construcciones más eficientes y transformar ciertos procesos industriales –como el del cemento y los ladrillos–.
En el caso de Colombia –donde las mayores emisiones de GEI están asociadas al uso del suelo–, cumplir las metas depende críticamente de la capacidad de ponerle freno a la deforestación y, además, recuperar millones de hectáreas que han sido destruidas. Esto implica reemplazar –y mejorar– los ingresos que se obtienen por concepto de la tala de selva y bosques.
La pregunta es cuánto puede costar todo esto.
No todas las iniciativas para la reducción de emisiones tienen el mismo costo. Una cosa es dejar de deforestar una hectárea, otra es invertir en buses eléctricos. En un trabajo que acabamos de publicar con Sebastián Orozco, estimamos que la mejor estrategia para cumplir los compromisos de Colombia tendrá un costo de entre 7,7 y 12,7 por ciento del PIB por año hasta 2050. Esta es una cifra enorme: basta decir que la inversión total del Gobierno Nacional en 2023 será 2,4 por ciento del PIB.
Según nuestros cálculos, la transición climática de Colombia es una de las más costosas. La cifra equivalente para Estados Unidos y la Unión Europea es 6,5 % de PIB. La principal razón es que somos un país en pleno desarrollo que cada día requiere más energía, por lo que cumplir las metas exige un esfuerzo creciente. Las cifras para otros países de América Latina son más bajas, pues tienen metas menos ambiciosas.
Además, estos costos se refieren solo a la mitigación, es decir, la reducción de emisiones. Una vez se añaden los costos asociados a la adaptación frente al cambio climático, las cuentas son aún más preocupantes. La razón: en Colombia cada dos años ocurre un evento climático extremo, mucho más que en la mayoría de países.
Pero esto no es lo más grave. Colombia es un exportador de combustibles fósiles cuya demanda es previsible que se reduzca en el futuro. Además, los productos agrícolas de exportación que tienen una alta huella de carbono podrían quedar expuestos a aranceles y otras medidas compensatorias por parte de los países que los compran. Es decir, la transición climática trae de la mano un claro riesgo de pérdida de ingresos.
Metas ambiciosas, altos costos y menores ingresos no son una ecuación fácil de resolver.
Por ello, no tiene sentido acelerar la reducción en el ingreso petrolero. El papel del petróleo en nuestras propias emisiones de GEI es marginal, mientras que resulta imprescindible para financiar la transición. Además, mientras exista la demanda global, cada barril que deje de producir Colombia lo producirá alguien más, así que tampoco se contribuye a reducir las emisiones globales de GEI.
Por último, aunque hace bien el presidente Petro al buscar la cooperación internacional, y enfatizar el papel del Estado en la descarbonización, debería convertir al mercado en un aliado. Los recursos que necesita Colombia para cumplir sus metas dependerán críticamente de la capacidad de vender créditos de carbono en un mercado global, al que todavía le falta profundidad. A Colombia le ha ido mejor cuando busca sus propias soluciones y no se queda a la espera de la solidaridad internacional.
mauriciocardenas.co
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