En varios países del mundo se vive la temporada de verano. En otros llega el invierno y en algunos países como Colombia no hay estaciones. Lo cierto es que viajar en esta época del año se vuelve un plan tentador. Por supuesto, no todas las personas tienen la posibilidad de hacerlo. Quienes pueden disfrutar del placer de viajar, escogen su lugar ideal. Ahora, no es lo mismo un viaje en pleno siglo XXI a un viaje hace doscientos años.
Aunque hoy es muy fácil viajar, se ha perdido el misticismo que provocaba la dificultad. Esa que llevaba a la exploración, al deber de contarle al otro lo inimaginable. El viaje quedaba registrado en la memoria del individuo que lo realizaba. Su relato, la única fotografía. Los sentidos estaban despiertos. El interés por descubrir lugares lejanos y raros era tan intenso, que obligaba al viajero a mirar realmente cada sitio que visitaba. Le exigía entenderse, para ser capaz de contar su travesía al regresar. La confianza era fundamental. Entonces no existía Google para resolver cada duda, para buscar las imágenes de esos sitios desconocidos.
En la actualidad todo es distinto. Tenemos el mundo en el celular. En un clic estamos en Nepal. Solo con entrar a Instagram y mirar en los hashtags, encontramos millones de fotografías de turistas en la Gran Muralla China, en el Coliseo Romano, en el Taj Mahal. Incluso, también hallamos miles de fotos en el Río Tinto en España, las Terrazas de Arroz en Yuanyang, el Lago Retba en África. En fin, el planeta tierra en nuestras manos.
El turismo se ha consolidado de tal manera que cada vez son más los viajeros alrededor del mundo. Algunos pueden sostener sus viajes sin problema. Otros se endeudan con tal de no perder la oportunidad de conocer esos sitios que impone el checklist virtual. Hasta aquí, viajar es un placer. Lo tergiversado no es el viaje, sino su creciente banalización a favor de la apariencia. Ese afán por tomarse una foto para subirla a las redes. Esa necesidad de sumarse a hashtags preestablecidos como respaldo a la masificación de individuos. Antes de la era digital se descubría el mundo. Hoy, son millones de imágenes que más bien parecen una fotocopia del ego. Un culto extraño en donde prefieren darle la espalda a un atardecer en las Islas Griegas y posar frente a la cámara, en lugar de apreciarlo.
¿Cuántos viajeros han visitado islas en el pacífico y conocen a los ciegos al color? Esa enfermedad que invade a los isleños en Pingelap. Los tonos turquesas de las aguas de aquel paraíso son un placer inexistente para algunos de sus habitantes. Más del 10 % de la población ve en blanco y negro. Mientras miles de turistas posan a orilla del mar, suben su foto a Instagram y escriben el hashtag correspondiente, tal vez son incapaces de disfrutar el cuadro colorido que a varios de sus habitantes les es imposible siquiera mirar.
El problema no es viajar, ni solo querer tomarse fotos para subir a Instagram, ni banalizar las obras y sus maravillas. La situación es que el viaje ilustre de antes, en donde el viajero descubría nuevos mundos, se convirtió en una travesía hecha por un viajero domesticado, que rinde tributo a un turismo vacío y su obsesión narcisista por sumarle a hashtags en detrimento de su experiencia en el mundo. De ese que no está en el celular.
@MariaMatusV
maria.matus.v0@gmail.com
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