Cuando pienso en la Navidad, mis sentidos se transportan a lo que reconocen. Siento las brisas de diciembre erizar mi piel, escucho el bullicio de la gente que se mezcla con los gritos de los locutores de las emisoras de siempre, veo a la mayoría comprarse la pinta que estrenarán el 24, me doy gusto oliendo lo que con cuidado mandan hacer mis abuelas para sus nietos y saboreo cada uno de mis postres preferidos para la época.
Sin embargo, ahora que estoy lejos, pasando una Navidad tan distinta a la que he vivido desde que tengo uso de razón, una en la que estoy cubierta por capas y capas de ropa, a temperaturas tan bajas que son capaces de congelar los lagos de los parques y tomando un chocolate hirviendo para calentarme, me doy cuenta que hace mucho olvidé lo que tanto me emocionaba acerca de esta fecha: la magia de creer.
Para quienes no lo saben, ya sea porque no me siguen en mis redes sociales –a las que mi mamá apoda como ‘mi vitrina’–, este año mi familia y yo decidimos pasar la Navidad en Boston, Estados Unidos, ya que mi hermana, su esposo y, todavía más importante, su hija de dos años, Julieta, están temporalmente residiendo allí. Y lejos de todo lo que mis sentidos reconocen, lejos de los eventos sociales, lejos del afán por seguir comprando los últimos aguinaldos y del trancón que todo eso genera, he tenido el placer de dedicarle todo mi tiempo a mi sobrina y, por ende, he vuelto a recordar lo que para mí solía ser la Navidad.
Estar cerca de Julieta y de su indiscutible inocencia, me ha devuelto un poco la mía (así sea tan solo por un ratico). Verla esperar frente al arbolito a que el Niño Dios se lleve su carta, escucharla recitar una y otra vez lo que le ha pedido y ser testigo de cómo le brillan sus ojos cuando me cuenta que conoció a Papá Noel, me ha hecho soñar con volver a ser niña, volver a ese tiempo en el que nada era urgente y volver a creer en que todo es posible.
Y al mismo tiempo, mientras sonrío al verla feliz, no puedo evitar que se me arrugue el corazón, pues si algo me ha enseñado crecer, es que lastimosamente este mundo no les permite a todos creer en el poder de la Navidad. Son más los niños a quienes les enseñan a no pedir, a no soñar y a no ilusionarse. Son más los niños a los que los obligan a perder la inocencia y acostumbrarse a la cruda realidad temprano antes que tarde. Son más las infancias robadas, los regalos del Niño Dios que no llegarán nunca y las cartas al cielo que jamás son escritas. Son más los niños que no relacionan esta época con familia, ni con cenas compartidas, ni con la música bailada; sino que, por el contrario, la asocian con trabajo, con limosna, con miseria y con la esperanza de una mano amiga.
Así que hoy invito a mis lectores a que le regalen al menos a un niño la posibilidad de creer en la magia de la Navidad. Que les den un recuerdo que adornará para siempre su infancia, que les devuelvan un poco de la inocencia perdida y que les ayuden a reemplazar su adultez precoz por la niñez a la que tienen derecho a vivir.
Porque el verdadero significado de esta celebración está en dar. Dar.
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