Un ataque a la libertad
Sin embargo, la situación que vive Rushdie no admite mayores matices. Una cosa es denunciar expresiones artísticas que se encuentren ofensivas, seleccionar y filtrar algunos contenidos de acuerdo con las audiencias que pretenden alcanzar (lo que pasa con el público infantil, por ejemplo), o directamente advertir con certidumbre sobre los peligros que conlleva la difusión de noticias falsas o de invitaciones explícitas a la violencia contra el prójimo, y otra es salir a matar a los responsables.
Cualquiera que valore el oficio de escribir, ejercido para ganarse la vida, como pasatiempo, o incluso como lector, debió conmoverse con lo que le sucedió a Salman Rushdie el pasado viernes 12 de agosto. Me refiero, por supuesto, al feroz ataque del que fue objeto en Chautauqua, una pequeña y tranquila población en el estado de New York.
Aunque por ahora el reconocido autor ha sobrevivido y por fortuna no tenemos que sumarlo a una lista más nefasta, el suceso recuerda lo frágil que en ocasiones se revela el pretendido equilibrio entre la tolerancia y la intransigencia. Sin que haya sido confirmado formalmente, se sospecha que el agresor intentó cumplir con la fetua (decreto religioso), dictada en 1989 por el ayatolá Jomeini, que demandaba la muerte de Rushdie por considerar impío el contenido de su novela Los versos satánicos. La fetua fue desestimada en 1998 por el gobierno iraní, pero la amenaza siguió presente, como probablemente se ha comprobado. En cualquier caso, la condena del libro motivó decenas de muertes a partir de su publicación, entre ataques directos a traductores y editores, y como resultado de violentas protestas en varias partes del mundo.
La saña contra los libros, sus autores, y contra las expresiones que resultan incómodas para algún grupo de interés, no es un asunto reciente. Ya en La república de Platón se mencionaba que los hombres podrían ser penalizados por decir cosas que ofendieran la sensibilidad del público, minaran los sentimientos morales o subvirtieran las instituciones comunitarias. Con el paso del tiempo la humanidad se ha encargado de ampliar el infame catálogo de persecuciones y ataques motivados por pensar, decir o escribir algo; desde esos tiempos que se pierden en la memoria, hasta las descalificaciones de todo tipo que los regímenes autoritarios suelen implantar, como las fogatas de libros que avivaron los nazis en medio de las páginas más oscuras de la historia europea. En épocas más recientes, los atentados relacionados con caricaturas religiosas o las censuras que están en vigencia o intentan imponerse a ciertos libros en varios países del mundo, mantienen viva la tentación de prohibir, que siempre será la salida fácil ante la disidencia y el debate.
Sin embargo, la situación que vive Rushdie no admite mayores matices. Una cosa es denunciar expresiones artísticas que se encuentren ofensivas, seleccionar y filtrar algunos contenidos de acuerdo con las audiencias que pretenden alcanzar (lo que pasa con el público infantil, por ejemplo), o directamente advertir con certidumbre sobre los peligros que conlleva la difusión de noticias falsas o de invitaciones explícitas a la violencia contra el prójimo, y otra es salir a matar a los responsables.
Por eso es tan complejo el concepto de la libertad de expresión, porque incluso quienes la valoran, o creen hacerlo, suelen trazar la raya en cuanto lo expresado choca con sus convicciones personales. Por eso es tan necesario defenderla, porque esa raya puede ser tan arbitraria como perniciosa y cambiante. Por eso hay que permitir incluso las ofensas, la burla y la sátira: porque deben entenderse como efectos colaterales que permiten la existencia de un bien mayor.
moreno.slagter@yahoo.com
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