El pasado lunes, muchos de nosotros quedamos atónitos con las alarmantes fotografías del incendio que destruyó una porción considerable de la catedral de Notre-Dame, en el corazón de París. Las imágenes ofrecían un panorama que era digno de las peores catástrofes cinematográficas, generando una incómoda sensación de descontrol e incertidumbre. Aunque en la historia reciente hemos sido testigos de terribles sucesos, incluyendo cruentos atentados que cobraron cientos de vidas y que despertaron sentimientos colectivos de consideración y apoyo, me parece que la destrucción de la catedral parisina motivó otro tipo de sensaciones. Sin víctimas que lamentar, en esta ocasión la pérdida tuvo un extraordinario contenido simbólico.
Nunca he visitado París. En mi caso, la impresión que me causó la noticia no está relacionada con algún recuerdo específico, como probablemente les ha sucedido a muchas personas para quienes, con razón, la visita a la capital francesa marca un momento inolvidable en sus vidas. Sin embargo, no haberla visitado no impide comprender lo que significa esa edificación, no solo para Francia, sino para toda Europa. La catedral de Notre-Dame hace parte de ese legado material que creemos eterno, en la misma línea del Coliseo Romano o del Big Ben inglés, edificios que trascienden su materialidad para convertirse en parte de la identidad de continentes enteros. Uno quiere que esos símbolos perduren y que se mantengan, dado que su destrucción puede entenderse como augurio de tiempos complejos, de finales de ciclo. Vale la pena recordar que, a pesar de las imperfecciones e injusticias de nuestra realidad, este momento de la humanidad es el mejor del que se tenga algún registro.
No han faltado, nunca faltan, quienes han manifestado algo de satisfacción ante lo sucedido el lunes. En las cada vez más espantosas redes sociales, he leído torpes mensajes en los que se intenta valorar el suceso bajo una luz de malentendida justicia poética, alegando que ver arder a la iglesia, como institución, es motivo de regocijo. Incluso he leído críticas a las generosísimas donaciones, contadas en cientos de millones de euros, que varios millonarios franceses han ofrecido para reconstruir la catedral, alegando que el Vaticano tendría suficientes recursos para solventar los gastos que demandaría el proyecto. Como siempre, cualquier hecho impactante saca lo mejor y lo peor de los hombres.
Me quedo, entonces, con lo mejor. No dudo que Notre-Dame será reconstruida, en lo que será un esfuerzo conjunto del Estado y el pueblo francés. Qué bueno sería comprobar que ciertas cosas trascienden las divisiones que en ocasiones nos imponemos entre unos y otros. Quizá exagero, pero espero que el proyecto de reconstrucción sea una buena oportunidad para demostrar que los valores de la civilización occidental siguen vigentes.
moreno.slagter@yahoo.com
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