Hace poco encontré por casualidad una breve crónica que daba cuenta de la caótica situación del transporte público en una gran ciudad. El escrito explicaba que la cantidad de buses que llenaban las calles estaban generando una gran confusión y desorden, dado que las empresas de transporte competían en rutas muy similares. Los choferes aceleraban peligrosamente por las vías, usando cualquier artimaña para arrebatarle pasajeros a sus rivales y poniendo en riesgo a todos los transeúntes. Para empeorar las cosas, a esos choferes les pagaban según lo que producían, así que necesitaban atestar los buses con la mayor cantidad de personas posible. Repetidas quejas sobre su comportamiento llevaron a que, luego de un año particularmente crítico, las autoridades implantaran licencias individuales con el ánimo de controlar y sancionar a los indisciplinados conductores. La descripción corresponde a Londres, en los años 1837 y 1838, pero parece un retrato de lo que constituye nuestra actualidad barranquillera. Tenemos dos siglos de atraso.
La poca importancia que le hemos dado al transporte público en Barranquilla terminará por pasarnos factura. Ninguna ciudad puede entenderse competitiva si no ofrece formas dignas y efectivas para el desplazamiento de sus ciudadanos. Tarde o temprano los costos asociados al desgaste que supone perder varias horas al día para llegar a un destino determinado, o para poder cumplir con los compromisos comerciales, minan la relación costo beneficio de cualquier transacción. Poco a poco, aquellos entornos que ofrezcan facilidades logísticas (Medellín y Antioquia, por ejemplo), lograrán desviar y atraer las inversiones y el consecuente desarrollo, aumentando la brecha entre unas ciudades y otras. Por eso el transporte público no puede seguir abandonado a su suerte y siendo administrado con tan poco acierto.
Desde luego, no es sensato compararnos con ciudades como Londres, o cualquier otra de ese nivel. Hay diferencias históricas y socioeconómicas que son evidentes y que no pueden ignorarse o subestimarse. Sin embargo, uno quisiera al menos percibir que las cosas van por buen camino y que las administraciones municipales tienen una ruta aceptablemente clara para enfrentarse al difícil reto de la movilidad urbana. Nadie puede esperar resultados inmediatos, pero sí se deberían evidenciar planes y acciones que sean consecuentes con el crecimiento de la ciudad.
Los peatones, los conductores particulares, los ciclistas, los motociclistas, todos hacemos parte del problema y de la solución. La continuidad que han supuesto las ultimas alcaldías debería permitir la ejecución de proyectos a largo plazo con persistencia y compromiso, que superen los cuatro años de rigor. Ya basta del desorden y la anarquía, deben acabarse los viejos y obsoletos esquemas que todavía persisten. Si no lo entendemos ya, al paso que vamos el atraso va a ser de tres siglos.
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