Cuando apenas estábamos comprendiendo y valorando el alcance del daño que sufrió la catedral de Notre-Dame, el final de la Semana Santa nos sorprendió con la noticia de los múltiples ataques a cientos de feligreses que atendían las celebraciones pascuales en varias iglesias de Sri Lanka. La naturaleza de ambos acontecimientos es muy diferente, dado que el incendio parisino fue atribuido a un accidente relacionado con los trabajos de restauración que se llevaban a cabo, mientras que lo que sucedió en el país asiático fue un ataque deliberado, perpetrado por extremistas islámicos. Además, el incidente en Francia solo supuso daños materiales, en cambio en Sri Lanka centenares de personas perdieron la vida.
En el farragoso mundo de las redes sociales no faltaron un buen número de comentarios sobre el nivel de indignación –si es que eso se puede medir– que ambos sucesos despertaron. Se podían leer reclamos en cuanto a la existencia de muertes de primera o segunda clase, o atribuciones al color de la piel para determinar la importancia de los fallecidos, todo queriendo hacer notar que las víctimas de la tragedia esrilanquesa parecían no importarnos demasiado. También fue notado que mucha gente expresó más pena por el accidente de Notre-Dame, sin muertes que lamentar, que por las masacres asiáticas. Sin falta, salió a relucir esa fastidiosa actitud de superioridad moral que últimamente suele despertar este tipo de acontecimientos.
Es necio negar que la cercanía de un hecho, bueno o malo, afecta su impacto sobre nosotros. Esta cercanía no es necesariamente geográfica, también es importante la cercanía cultural. Por esa razón, seguramente nos conmoverá más una tragedia en España que en Guyana, a pesar de que estamos claramente más cerca de ese país caribeño. En esa misma línea, no puede ser censurable que una persona lamente más la muerte de un escritor a quien ha leído con fervor, aunque nunca le haya visto, que la de un vecino desconocido. Es relevante también la extrañeza de lo acontecido, como sucedió con los ataques recientes en la pacifica Nueva Zelanda, que por su exotismo lograron acaparar nuestra atención.
En ocasiones me da la impresión de que en estos tiempos, que se definen tan conectados y dinámicos, se espera indignación absoluta por parte de todos, sobre todo. Aunque tengamos sobradas razones para tal postura, cuesta mucho decir que hay desgracias que no nos importan mucho. Aquel que se atreva a reconocer que le tiene sin cuidado alguna situación lamentable, corre el riesgo de ser señalado como un insensible, o fascista, o racista, o cualquier otro señalamiento rimbombante. Creo que tanta vitrina y exposición, esta permanente amplificación de todo cuanto se dice y este juzgamiento rápido y colectivo, nos está homogeneizando de manera peligrosa.
moreno.slagter@yahoo.com
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