En lo que a primera vista parecería una “alcaldada”, la prohibición por decreto del alto volumen y la presencia de picós en el perímetro de la tarima María Varilla donde se concentran el Festival Nacional e Internacional del Porro en San Pelayo, Córdoba, descubro una medida radical en protección de un bien del patrimonio inmaterial de Colombia y felicito a la alcaldesa María Alejandra Forer, quien debe estar recibiendo un alud de quejas e insultos de parte de quienes tienen intereses diferentes a la celebración de esa forma musical.
La afortunada medida, aunque sea restrictiva, lo que parecería un exceso de autoridad, fue extendida a la zona rural a los corregimientos de Pelayito y Carrillo porque pertenecen al área metropolitana de San Pelayo y se han destacado por picoteros y montadores de fiesta que no tiene relación con lo que se celebra: el porro. Esos corregimientos montan el safarrancho del chiquipún, dale-dale, mami te revuelco, esas expresiones sonoras (soy incapaz de llamarlas músicales) que dada su característica subliminal –imitan el bit del corazón de la madre escuchado por un nonato–, enloquecen, rompen límites y les hace sentirse capaces de cualquier osadía que, sazonada con licor o drogas de diseño industrial como el éxtasis, casi siempre terminan con la llegada del la autoridad y hasta el Esmad, cuando los ánimos se desmadran.
Pero lo importante de la decisión de la alcaldesa Forero es que la tomó con base a la experiencia de los festivales de años anteriores, donde se desdibujó el marco de la fiesta y estaban desapareciendo el estudio y transmisión del valor del porro y sus instrumentos y las actividades académicas fueron quedando desiertas, gracias al sonido bestial de los picós en los alrededores de la tarima María Varilla y el complejo cultural nacional e internacional en que se transforma el casco urbano.
Una forma imitable y necesaria en el carnaval nuestro, donde seguimos viendo danzar en la Vía 40, la 8, la 44, la 17, Simón Bolívar etc., a danzas centenarias de orígenes perdidos en milenios atrás, pero escuchamos lo que quiere sonar el dueño del palco o la tienda en su picó o una banda de cobres y entonces se vuelve una tortura, se pierde el interés en lo real y cada quién hace su propia fiesta. Los danzantes, que invierten casi que el hálito vital para llegar a esos escenarios, tienen que resignarse y tratar de hacer lo imposible por seguir el ritmo interpretado específicamente para esa danza y por sus propios músicos. ¿Si en San Pelayo funciona, justo en este momento, por qué no intentarlo?
Losalcas@hotmail.com
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