Estamos asistiendo en este primer cuarto del siglo XXI a acontecimientos que resuenan en el mundo y hace muchos años esperábamos con ansiedad y no poco desasosiego: el reconocimiento papal del horror vivido por miles de católicos en razón de los abusos de poder perpetrados por sacerdotes y jerarcas de la iglesia, a través de la esclavización sexual de monjas y niños a lo largo y ancho del planeta.
Me estremeció el valor del papa Francisco cuando afirmó “escuchemos el grito de los niños que piden justicia”, ante la cumbre de 200 líderes religiosos reunidos en El Vaticano para tratar por primera vez, en forma directa, pública y abierta, la pederastia dentro de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana y enfrentar de una vez por todas el odioso crimen ocultado por centurias por los altos jerarcas a través de toda clase de expedientes legales e ilegales, bajo una “omertá” más cerrada que la practicada por el código de honor de la mafia siciliana.
Si bien esas jerarquías habían anunciado medidas preventivas, pidieron perdón en algunos casos, condenaron en otros y aprobaron leyes para poner coto a semejante horror, nunca se había enfrentado la tragedia de las víctimas con tanto valor ni habían sido escuchadas sin tamices o interpretaciones de los cuales siempre salían doblemente ofendidas, revictimizadas, porque en demasiadas ocasiones el castigo no fue sino un ocultamiento del ofensor por medio de su traslado a otra diócesis donde, sin lugar a dudas, continuó abusando de monjas y niños.
La pedofilia es una enfermedad grave y quienes la sufren deben permanecer de por vida alejados e incomunicados de sus posibles víctimas y recibir tratamiento psiquiátrico bajo estricta vigilancia. No se entiende por qué patriarcas, cardenales y obispos que conocían esos abusos optaron por el “tapen, tapen”, permitiendo que la práctica se extendiera a lo largo y ancho del planeta, dejando una multitud de víctimas cuyas vidas fueron destrozadas para siempre, quedando su vida emocional en condiciones tan deplorables que con facilidad se transforman en ofensores, si al abusarlos fueron seducidos en nombre del amor y la bondad porque es la fórmula de amar que aprendieron en la infancia o la adolescencia.
Bienvenida sea esta intervención y mandato del papa Francisco para que la comunidad católica que se ha desperdigado al conocer tales iniquidades pueda regresar a su credo en el entendido de que esta vez lo están haciendo en serio y a fondo, caiga quien caiga, y retome la confianza para entregar sus hijos y jóvenes a la educación católica en la certeza de que nunca más se repetirá algo tan abominable y de largo aliento. Estoy convencida de que el aumento exponencial de iglesias cristianas de garaje está muy relacionada con la actitud cómplice y el silencio de la jerarquía ante los miles de víctimas que durante siglos fueron tratadas de enemigas de la iglesia, mentirosas y desleales.
losalcas@hotmail.com
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