En una conversación que sostuve hace un par de años, a propósito de los fenómenos delincuenciales que se estaban presentando en las urbanizaciones de viviendas gratuitas proporcionadas por el Gobierno, alguien me contó que el administrador de uno de esos conjuntos tuvo que renunciar a su cargo, motivado por permanentes agresiones –hasta quemaron su motocicleta– y un franco temor por su vida. En aquel momento el programa de las viviendas 100% subsidiadas estaba apenas comenzando sus entregas, y ya se podría observar que la convivencia era uno de los aspectos más riesgosos de su implementación. Como suele pasar con muchas de las iniciativas públicas, hizo falta cumplir con una juiciosa fase previa que considerara una comprensión multidimensional de cada proyecto. Lo más fácil, sin demeritarlo, es construir unas viviendas; lo complicado y tortuoso es lograr una convivencia pacífica entre quienes las habitan. Esto no es nuevo, llevamos dos siglos intentándolo.
Las noticias que se reciben desde Las Gardenias, una de las urbanizaciones más pobladas del programa que he mencionado en Barranquilla, son tan desalentadoras como previsibles. En Colombia eso lo sabemos hacer: mezcle usted pobreza, desempleo, necesidades, frustración y falta de autoridad, y logrará como resultado delincuencia, anarquía, muerte, desolación y zozobra. La mayoría de nuestros fenómenos violentos están diagnosticados en exceso, por eso sorprende que en un programa que parte de cero repitamos escenarios que en el pasado se podían atribuir al azar y a las circunstancias, ¿quién, estando en sus cabales, pensaba que ese explosivo coctel pudiese ofrecer algún resultado diferente?
Y sin embargo pasó. Ahora tenemos urbanizaciones (espero que no todas, habrá casos menos graves) que son una nueva fuente de conflictos, desvirtuando parcialmente el esfuerzo y los propósitos que motivaron el noble empeño de proporcionarles techo a miles de familias desplazadas, necesitadas y vulnerables. Inclusive hay quienes se han visto obligados a dejar sus nuevas viviendas por lo insostenible que resulta el diario vivir en esos lugares. Definitivamente hay a quienes la vida parece condenarlos eternamente a trasegar con sus desventuras, sin alivio ni redención.
Algunas entidades, públicas, privadas, fundaciones y oenegés, tratan de mitigar las consecuencias del explosivo escenario que hemos generado. Estos esfuerzos merecen todo el apoyo posible, pero como suele pasar con este tipo de reacciones, su papel se parece mucho al de los bomberos cuando luchan por apagar un fuego indomado: se intenta salvar lo que se pueda.
El programa era una oportunidad, quizá irrepetible, para construir comunidades algo más saludables, para buscar una manera de convivir sin agredirnos, o al menos no tanto. Esa oportunidad parece haberse perdido. Toca entonces, de nuevo, correr con las acciones remediales. Me perdonarán el pesimismo, pero no parece que queramos hacer las cosas de otra manera.
moreno.slagter@yahoo.com - @Moreno_Slagter
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