A mi amigo, un hombre dado a la reflexión y lector inteligente de esta columna, lo impactaron las imágenes de la televisión el otro miércoles. Tanto el presidente Santos como el expresidente Uribe pasaron frente a las cámaras con una contundente cruz de ceniza en la frente.
¿Hasta allí llega la influencia de la Iglesia en la política?, me dijo tomándome del brazo. En un país con separación de poderes, de constitución laica, estos dos personajes con cruz en la frente como cualquier beata, nos regresan a los tiempos del emperador Constantino.
Lo dejé serenarse, tomar con solemnidad su taza de café, encender parsimoniosamente un cigarrillo y expulsar su bocanada de humo que ascendió en el aire quieto de la sala, en anillos lentos.
–Míralo de otro modo, le dije. ¿Qué tal si en vez de ver la mano del cura o del obispo que se meten de esa manera en la política, inviertes las cosas: son estos jefes políticos los que se meten en la liturgia de la Iglesia para utilizarla. Uribe lo hizo en su doble presidencia y hasta posó de devoto del padre Marianito. ¿Recuerdas? Santos también lo ha hecho. Los dos han perseguido los votos de cristianos y de católicos. ¿Quién hizo, si no, el triunfo del NO en el plebiscito?
La taza de café se había quedado en el aire, entre el plato y la boca. Se dio cuenta y tomó un trago largo, hasta el fondo de la taza.
–Puede ser, dijo suspirando. Estas relaciones Iglesia-Estado son como las de los esposos viejos.
–Tienes razón, le dije riendo. De su larga convivencia, a las parejas de viejos les queda el amor-costumbre. ¿Sabías que en los comienzos fue el poder civil el que se aprovechó de lo religioso? El emperador Augusto y los que siguieron se llamaron “Hijos de Dios”, como título imperial, acogido con veneración, cuando no con terror. Y otro dato curioso: la palabra “ecclesia” denominaba la institución democrática de las asambleas en las que, en pie de igualdad, todos los ciudadanos tomaban decisiones. Así, entre los griegos, esa palabra tuvo sentido laico.
–Creo entender que esas ideas de separación de Iglesia y Estado fueron un progreso que puso en su lugar al clero que pretendía ejercer dominio sobre el Estado con el argumento de la superioridad del espíritu sobre el cuerpo. ¿Recuerdas que los reyes eran coronados por el papa o algún obispo?
–También hay que recordar, le dije, que en los tiempos del imperio romano y de comienzos del cristianismo, la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, asumió tareas temporales: curar enfermos, alimentar hambrientos, enseñar la armonía entre las personas. Ya era claro que la fe imponía el deber de transformar lo temporal. Pretender, como se planteó en la edad media que el poder espiritual y el temporal debían separarse es una bonita teoría y un imposible práctico.
–¿Cóoomo? Me interrumpió quitándose las gafas, como si no lograra ver claro. ¿Volver al régimen de los ayatolas a la vez sacerdotes y gobernantes?
–Enciende otro cigarrillo y tranquilízate: estamos ante dos absurdos: una iglesia prepotente, y una iglesia impotente que no sirve más que para presidir ritos.
Más tranquilo, concluyó con sabiduría:
–Lo que veo en todo esto es un problema de poder.
–Sí, se trata de reemplazar el apetito de poder por la pasión del servicio. Eso cambia todo.
Jrestrep1@gmail.com
@JaDaRestrepo
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