Aunque ahora tengamos más conciencia solidaria, pasa a veces, –yo tengo esa sensación– que cuando hablamos de los derechos y de la dignidad de los seres humanos establecemos categorías, más o menos incluyentes, entre una humanidad de primera y una de segunda. No es lo mismo el continente europeo que el continente africano, ni China como Mongolia.
A mediados del siglo pasado los gobiernos europeos se vinieron a caer del zarzo de los genocidios colectivos en El Congo del católico rey de los Belgas, Leopoldo II, cuando ya llevaban 30 años matando nativos.
Como hace más de 70 años, nadie vio nada ni cayeron en la cuenta de los trenes de mercancías cargados de judíos que salían con rumbo desconocido y volvían vacíos para volverlos a recargar, hasta cuando un 27 de enero de 1945 descubrieron el campo de Auschwitz. Ese lugar inmemorial de la iniquidad y la vergüenza humana, donde hace unos meses lloró en silencio nuestro papa Francisco al visitarlo horrorizado por el sombrío lugar donde hubo 1 millón de muertos de los 6 millones de judíos exterminados por el nazismo durante la II Guerra Mundial. Como hoy, nos ha pasado con Libia y Somalia y el último genocidio de las minorías rohingyas en Birmania que, una vez más, el juego de la diplomacia utiliza el as, tan recursivo, de hacer la vista gorda.
Camus pedía a los dioses que el sufrimiento humano no le fuera indiferente. Tal vez nosotros tendríamos que pedirles que nos den la intranquilidad de conciencia. Y la desazón del corazón, el remordimiento que nos haga nacer el interés por los demás. Un mínimo tributo que debemos a nuestros semejantes que sufrieron y sufren la injusticia a cuenta de tantas veces que hacemos la vista gorda.
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