Esta semana el Gobierno ha anunciado que tiene la intención de convocar un referendo para reformar la Justicia. Si todo sale como está previsto, en marzo del año entrante los colombianos visitaremos las urnas para decidir sobre este asunto, en un nuevo intento por componer la tan vulnerada estructura de esta rama del poder público. En principio parece una idea que persigue nobles intenciones, todos creemos que hay que hacer “algo”. Sin embargo, y teniendo en cuenta el enrarecido clima político que nos domina hace rato y especialmente la inminencia de las próximas elecciones presidenciales, la iniciativa da la impresión de ser un tanto improvisada, una reacción previsible ante los últimos escándalos que continúan empañando los estrados de nuestro país.
En Colombia solemos tratar de cambiar nuestras realidades vía decreto. Muchos compatriotas están convencidos de que nuestros numerosos y agobiantes problemas se solucionan mediante la redacción de unos párrafos, la aprobación de una ley o la proclamación de alguna sentencia. Es esta una manera muy pobre, casi ingenua, de interpretar lo que nos pasa, una en la que no reconocemos que en realidad todos tenemos que ver con esta debacle moral que nos acosa desde siempre. Claro, es más cómodo suponer que lo que no funciona es la organización, el entorno, las reglas y no las personas; debe ser por eso que buena parte de nosotros sigue pensando que, como lo decían nuestras abuelas, la fiebre está en las sábanas.
Hay incluso quien cree que la reforma propuesta no es suficiente. Recuerdo que la Constitución de 1991 suponía un viraje definitivo en el destino de los colombianos, dado que entre todos habíamos logrado construir una carta política moderna e incluyente, un triunfo. Luego de innumerables ajustes y cambios, ahora, cuando no han pasado tres décadas desde su adopción, escucho voces que piensan que la respuesta (¿para todo?) es una nueva Constitución, un nuevo borrón y cuenta nueva; mire usted, tal parece que aquel documento no era ni tan bueno, ni tan moderno, ni tan incluyente.
Así seguimos, de reforma en reforma, pero sin enfrentarnos a nuestros verdaderos demonios. Lo cierto es que mientras sigamos tolerando la indecencia, la patanería y la deshonestidad, no habrá documento que nos pueda salvar. De nada sirven un millón de leyes y preceptos si seguimos aceptando al criminal en nuestra casa, invitándolo a nuestros cocteles, conviviendo con él. No hemos asumido el compromiso que supone enfrentarse a lo inmoral y valorar la decencia y el respeto, nos falta entender que los principios éticos se deben vivir día tras día, acto tras acto, y no solo en ocasionales momentos de sensatez.
Creo que Colombia solo podrá salir de su abatimiento cuando cumplamos con tales deberes morales. Mientras tanto, toda esta febril actividad reformista servirá para que unos cuantos le den un dudoso descanso a su conciencia. La verdadera reforma no requiere pomposos documentos.
moreno.slagter@yahoo.com
@Moreno_Slagter
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