El Heraldo
Opinión

El fútbol que bailamos

Hace varios años me llevaron en Buenos Aires a un show de tango en la famosa Esquina de Gardel, donde una orquesta acompañaba en vivo voces y movimientos de varios artistas en el escenario.

En la atmósfera de faroles y luces de neón, un hombre de cabello engominado abrazaba con decisión a la mujer de ojos cerrados y falda abierta que apretaba un muslo contra él. Estrechados, sin poder contemplarse, levantando con fuerza las piernas hacia los lados y hacia atrás, ambos golpeaban con sus tacones el aire cercano sin tocarse.

La habilidad de aquel movimiento me puso a pensar en el fútbol. Y fíjense que no soy fanático pero el virtuosismo de aquella pareja me recordó piques, amagues y rajadas de grandes futbolistas, taquitos de toda clase. Sin duda, pensé, la selección argentina de fútbol se alimenta de tango. Este, antes que el rock, es parte de su cultura, de su vida cotidiana. La llevan en la memoria de su sangre delanteros y defensas de la albiceleste. 

Recordé también que Brasil venía de otra arraigada tradición bailable, la de la samba. Nadie olvida las piruetas, los pases precisos y el toque maestro de Pelé ni las gambetas endiabladas de Garrincha, la sincronización de aquellos equipos históricos inolvidables de Sócrates y Zagallo, refrendados como escuela en los botines de Ronaldo y Ronaldinho, para no mencionar la herencia española del flamenco, un sentimiento hecho tacón, que explica los dominios futbolísticos de la selección de Villa, de Torres y de Iniesta. 

Estos muchachos, como los argentinos y los brasileros, bebieron música al pie de la comparsa. El amague del tango, la cadera de la samba, el empuje del flamenco, los habita. No es necesario que hayan tomado clases, nacieron en la música, son de algún modo su instrumento y cuando se imponen en la cancha es cuando bailan al contrario, más allá del clásico olé que al público tanto gusta.

Hace un tiempo, una cuña cervecera sostenía que Colombia era el país donde el fútbol se bailaba. No dijo “donde también el fútbol se baila”, ni mencionó a la Argentina, ni al Brasil, ni a España, pero ilustró de alguna manera en nuestro suelo la relación existente entre el baile y el balompié. El juego como ritmo. 

Si, como afirmaron, en Colombia el fútbol se baila, ¿cuál es, para nuestra identidad, el ritmo que nos amalgama y mejor representa? No creo que la guabina y el joropo nutran hoy el alma y muevan el cuerpo de nuestros jugadores. Ninguno, que yo sepa, baila pasillos o bambucos. El vallenato es muy gordo y la cumbia más bien lenta, aunque no tanto como la champeta. 

“La cosa parece estar más cerca del chandé, mejor dicho del ‘joesón’, el ritmo del Joe Arroyo, que unió la música tropical bailable colombiana con el frenesí palenquero universal y afroantillano. Caliente, caliente: si algo viene creciendo en el espíritu del fútbol colombiano es la salsa y no la tradicional de Fania, heredera de los ritmos populares de Cuba y Puerto Rico. No la del Caribe sino su prima, la que trajeron del Pacífico Pablo Armero y Juan Guillermo Cuadrado al combinado patrio en el último mundial de fútbol: la salsa choke. (Continuará).

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