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‘La mancha humana’: ¿otro pacto narrativo?

La vigorosa y procaz y poética voz de Philip Roth –esa voz cuyo dueño físico se hundió en las sombras apenas hará dos meses en Nueva York– me ha acompañado durante el último mes a través de una novela poderosa, La mancha humana, publicada en 2000 como volumen final de La trilogía americana, integrada además por Pastoral americana (1997) y Me casé con un comunista (1998). Ambientada en los Estados Unidos de las postrimerías del siglo XX, en medio de un hervor de puritanismo y de excesos de corrección política, esta novela se plantea a sí misma como una variación contemporánea del tópico clásico griego (y también judeocristiano) de la expiación de una culpa antigua mediante el sacrificio de una persona: la mancha humana se lava con sangre humana.

Pero es de un aspecto ajeno al argumento del libro del que quiero ocuparme aquí. Empecé hablando de la compañía de la voz de Philip Roth, pero un momento… ¿es exactamente la voz de Roth la que nos habla en La mancha humana? Todo aquel que lea la novela se abstendría de dar a esta pregunta una respuesta afirmativa, pues está claro que su narrador se llama Nathan Zuckerman, quien no sólo nos relata la historia como personaje secundario que es de ella (lo cual, según se sabe, es habitual en muchas novelas), sino que figura además como el autor mismo del texto de la obra: sí, la novela que leemos, como nos enteramos en el cuarto capítulo, ha sido escrita por el novelista judío Nathan Zuckerman, quien, durante su largo retiro en una cabaña en las montañas de los Berkshires, en Massachusetts, conoce al protagonista de los hechos, el profesor Coleman Silk, pocos meses antes de la trágica muerte de éste ocurrida en agosto de 1998.

El resultado de lo anterior es una puesta en abismo de varios niveles, que, parafraseando una fórmula de Umberto Eco, se podría exponer así: el autor real Philip Roth dice que el novelista ficticio Zuckerman decía que Coleman Silk, Faunia Farley, Delphine Roux y los demás personajes de La mancha humana habían dicho...

Planteado esto, quiero subrayar un problema que la novela no elude: en varios y largos pasajes de ella, se cuentan episodios y escenas, así como se citan con todo detalle pensamientos no exteriorizados de algunos personajes (monólogos interiores, puros contenidos de conciencia), que Zuckerman no tuvo nunca manera de conocer ni siquiera por una fuente indirecta. ¿Por qué entonces nos cuenta cosas que ignora o que no sabe si pasaron o no? ¿Afecta esto la credibilidad de lo narrado?

La solución que la novela nos propone al respecto es tan audaz como eficaz. Sencillamente, Zuckerman –un escéptico desde el punto vista filosófico– admite que, tal como “hace cualquiera que cree saber” cualquier cosa, se vio forzado a emplear su imaginación para conocer eso de lo que no había sido testigo ni ningún otro personaje le había informado. Es decir, nos propone, creo, otro pacto narrativo, que igual funciona bien, como lo probaría el simple hecho de que los críticos y lectores que han disfrutado y exaltado la novela ni siquiera parecen haberse fijado en tal aspecto. 

Lo que en el fondo La mancha humana realiza aquí es un efecto de distanciamiento, poniéndonos de presente que si, al leer una novela, suspendemos nuestra incredulidad a sabiendas de que lo que nos cuenta es inventado, ¿por qué hemos de retirarle esa fe poética cuando la novela misma se encarga de recordarnos de manera explícita que ella es sólo producto de la imaginación?

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