El Heraldo
Opinión

La campaña

Yo no sé usted qué piensa, lector, pero yo sería incapaz de ir a ventilar públicamente los defectos de mis hijos en una de esas celebraciones escolares como el Día del Maestro. Yo no sé si usted, lector, podría ir a un congreso de cirugía maxilofacial a exponer los desaciertos que sus padres cometieron al criarlo. Yo no podría. Yo no sé si usted, lector, podría pararse en Times Square o a un costado de Boat Quay, en Singapur, a hablar pestes de Colombia. Yo no podría. En primer lugar, porque los padres, los hijos y la Patria son parte del material destinado a resguardarse en esa especie de sagrario al que llamamos corazón, un lugar imaginario donde nos ha sido dado colocar las cosas que concebimos como intocables. En segundo lugar, porque, aunque los padres, y los hijos, y la patria, no fueren más que idealismos colmados de imperfecciones que en algún momento precisamos manifestar, hay algo que conocemos como ética –o conjunto de normas que regulan el comportamiento humano– que nos demanda a utilizar el escenario menos dañino para realizar debates de esta clase. Pero no todos sienten o piensan de igual forma. Algunas personas son propensas a no poder refrenar los impetuosos reconcomios que provienen de la condición humana, y llevados por sus pasiones y convicciones, no consiguen evaluar los efectos que sus delirios pueden llegar a provocar.

Como es sabido, el expresidente Álvaro Uribe se fue a la cumbre de la organización Concordia, en Grecia, a evacuar todo lo feo que piensa de esta patria a la que demanda honrar en sus discursos populistas. En una desatinada alocución que no estaba programada, y movido, según dijo, por “el deber de contradecir al gobierno para expresar que nuestra Patria ha tenido una democracia respetable y unos grupos narcoterroristas que la han enfrentado, caso muy diferente a las dictaduras latinoamericanas” el rijoso exmandatario se fue orondo a hablarle al mundo del incremento de los cultivos ilícitos, del aumento de secuestros, de que “los únicos sectores de la economía del país que están creciendo” son la minería ilegal y el narcotráfico y, por consiguiente, es “muy difícil que Colombia pueda alcanzar metas de desarrollo sostenible”. Como quien dice, se fue a destruir con los pies lo que Colombia, y cuarenta millones de colombianos, hemos tratado por años de construir con las manos: la imagen de un país competente frente a la inversión extranjera. Lo más injusto de la inicua intervención en contra del Gobierno es que, fiel a su estilo, ese afán de desprestigio es parte de una estrategia de campaña en la que Uribe se propone nuevamente como el líder verraco que es capaz de revelar las verdades que el país no quiere oír; sin embargo, no parece darse cuenta de la inmensa diferencia que hay entre un cacique cojonudo y un vergajo cizañero. Yo no sé usted, lector, pero yo no podría identificarme con el pensamiento de patriotas de esa clase.

berthicaramos@gmail.com

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