La ambivalencia de los espejos
Escarbando en la cartelera de Netflix encontré una película cuyos diálogos se nutren de lo obvio, lo que está ante nuestros ojos que, por obvio, cuesta verlo, y casi siempre es revelador. En el clímax de una escena dramática la protagonista decía que “algunas cosas jamás pueden sentirse aunque uno trate de explicarlas”; sus cavilaciones, elementales en apariencia, aludían a la imposibilidad que tenemos los humanos de sentir lo que otro siente, de penetrar la percepción que tiene el otro de las cosas, considerando que cada cual está llevado a hacer su interpretación movido por los fantasmas del inconsciente, la estructura del individuo, la imposición de la cultura y los múltiples factores que configuran la individualidad.
Los hechos ocurren en una de esas historias orientales ideadas para el disfrute sensual en las que el rigor de la iluminación, y la mesura del sonido entretejen delicada y brutalmente un argumento que, mediante diálogos sencillos, ofrece la posibilidad de internarse en los resquicios abisales de la condición humana y sorprendernos. Por cuanto el asombro es la chispa que enciende el mecanismo fisiológico de mis emociones, una frase me atrapó; la protagonista, refiriéndose a la limitación de un ingeniero para describir literariamente momentos de experiencia por poco mística, dijo escuetamente “un ingeniero… que cree que todos los espejos son iguales”. Y bien, quizá un ingeniero, un médico, un político o un contador puedan concebir los espejos como iguales sin que aquello signifique su descrédito, como tampoco debería redundar en ovación la comprensión que tienen otros de su ambivalencia simbólica. Somos una constelación diversa, seres de la experiencia y la percepción individual cuya subjetividad exige aunar fuerzas con miras a conciliar las diferencias.
Si algo positivo nos dejaron los cuatro años de negociaciones de paz que felizmente concluyeron el lunes en Cartagena, ha sido que más allá de sujetos sintientes comenzamos a reconocernos como sujetos pensantes en posición de someterse a ciertos límites que impone el reconocimiento del otro. Hubo concesiones de ambas partes, aprendemos a pactar –que es el fundamento de una sociedad que aspira a la convivencia pacífica–, aunque también fue patente que para un sector de la población, la negociación solo es posible si ella parte de la inobjetable aceptación de sus premisas.
De manera que, en el largo y espinoso proceso de reconstrucción que requiere el país, constituye un gran reto disponerse a respetar a quienes una desmesurada subjetividad lleva a considerar que todos los espejos son iguales pero, además, deben reflejar su narcisismo rampante. Quizá otra de las lecciones que quedan de este proceso perturbador sea que muchos colombianos aprendimos a avistar lo que ocurre en los resquicios abisales de la condición humana, donde el caos aún persiste.
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