El Heraldo
Opinión

De la fantasía a la ingobernabilidad

Por eso hoy países desarrollados (Gran Bretaña) y emergentes (Perú) sufren cada día ante el peso de las calles enardecidas. 

Hemos puesto demasiada fe en la política y hemos construido una imagen del presidente como garante de esa fe, otorgándole un halo de omnipotencia, invencibilidad y lejanía de miras, que hace imposible que una persona de carne y hueso pueda ser tanto y poder tanto.

Los votantes esperamos que nos dé salud, pensiones, seguridad en calles y campos, educación a los niños y empleo a los jóvenes, prosperidad a las empresas y regiones y redención a los barrios deprimidos. En fin, ese ser sobrenatural debe poder todo lo divino y lo humano.

Por un hecho aún más incomprensible, aparecen promeseros de paraísos que dicen estar a la altura de la tarea. Que cambiarán todo para bien y crearán paraísos de leche y miel para todos. Solo hay que votar por ellos. Acto seguido, buscan apropiarse de las platas grandes de la economía: todo lo que va a la salud, casi todo lo que va las pensiones, lo que sobreviva del petróleo a pesar de su animadversión, y finalmente más y más impuestos.

Con inocencia fingida, votamos como si ignoráramos que los impuestos y la deuda no alcanza para tanto; más grave aún, que esa persona comandará un estado inepto, amorfo, insensible, dedicado a servirse a sí mismo, a contratar a hijos, sobrinos, nietos, amantes y amigos de la Corte del presidente y de los senadores, representantes, gobernadores, alcaldes, diputados y concejales. Un estado dotado y dirigido así jamás podría ni lejanamente aspirar a satisfacer tan elevadas aspiraciones. Ese juego de mentiras, unas piadosas y otras atroces, es lo que constituye la esencia de la democracia actual.

Al encarnar el cambio de manera casi Evangélica, esa persona se acompaña de personas (imagino) bien intencionadas, pero inconscientes de la arquitectura del Estado, carentes de un entendimiento mínimo de su tubería, la que lleva el agua potable a las casas y desagua las aguas hervidas; una noción elemental del cableado eléctrico del edificio social, que hace que la luz llegue a los bombillos cuando se prende el interruptor, y de la plomería para que el gas encienda las honrillas; de cómo los pacientes son tratados de sus dolencias y les llegan medicamentos y tratamientos por sistemas de pagos que permiten cubrir a casi la totalidad de la población; del arrevesado sistema que extrae y convierte moléculas del subsuelo y las transforma en combustibles para llenar los tanques de carros, camiones en las gasolinera, los aviones en los aeropuertos y los buques en los puertos marítimos, además de producir un sinnúmero de materiales que van desde fertilizantes para la agricultura hasta plásticos para la vida cotidiana. Etcétera.

Cuando se desconoce la arquitectura económica, los cambios estructurales parecen ser fáciles y rápidos. En una de esas, con tanto cambio súbito y precipitado, demuelen una columna estructural y se les viene abajo la casa.

Al calor de tanto ímpetu transformador piden facultades extraordinarias. Si no se las otorgan, la culpa de no lograr tan meritorias metas y cambios sería del congreso o las cortes, y no del gobierno. Si el Congreso y las cortes no acceden, acudirán a la calle, y en ella al poder popular. El problema es que la calle no la maneja nadie. No es de nadie, y no aguanta de nadie su desencanto.

Por eso hoy países desarrollados (Gran Bretaña) y emergentes (Perú) sufren cada día ante el peso de las calles enardecidas. Esa sucesión de eventos lleva al caos de presidentes fusibles o al totalitarismo. Es la forma como la democracia se estrangula a sí misma.

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