La enfermedad del odio
Nadie puede desconocer que la mayoría de la juventud de nuestro país siente una gran admiración por Francia Márquez, que es ejemplo de una mujer resiliente, capaz de superar todas las adversidades que le ha tocado vivir. En estos días he estado leyendo el libro de Isabel Wilkerson, premio Pulitzer, titulado El origen de lo que nos divide, donde nos muestra todo lo que ha tenido que sufrir la población de piel negra en Estados Unidos por culpa de los de piel blanca. Para los occidentales todo lo bueno es blanco y todo lo malo es negro.
La semana pasada en unos momentos sentí que vivía en Dinamarca: una democracia plena donde el presidente de la república se reunía a dialogar con el líder de la oposición, buscando puntos de encuentro en sus diferencias de visiones de país.
Al mismo tiempo, en las principales ciudades había ciudadanos que marchaban pacíficamente, en protesta por reformas que el Gobierno considera imprescindibles para lograr un país más igualitario y moderno.
Cuando todo parecía indicar que vivíamos en un país civilizado, mediante los medios de comunicación y las redes sociales, una ciudadana, con opiniones racistas hacia nuestra vicepresidenta, nos regresa al teatro oscuro de los odios en el que hemos vivido tantos años.
La psicología ha invertido mucho tiempo en estudiar los prejuicios, definidos como el desagrado por los demás sin razón aparente, cuya principal causa está relacionada con el poder. Se trata de establecer qué grupo lo detenta y cuáles carecen de él.
Podemos decir que el prejuicio es una antipatía basada en una generalización incorrecta e inflexible que nos ciega contra las personas. En Colombia es frecuente clasificar por parte de la izquierda a todos los uribistas como paramilitares, y los de la derecha a todos los petristas como guerrilleros. Pero no solo eso, hay odios de raza, religión, de género, de identidad sexual y de clases sociales.
El origen de los prejuicios es variado: siempre hay tendencia a empatizar con el semejante y rechazar lo diferente. Además, esa mezcla de creencias y sentimientos negativos hacia los otros, subjetivamente enaltece nuestro autoconcepto al sentirnos superiores. Digamos también que toda persona con prejuicios padece de pereza mental, porque la mente ahorra energía cuando clasifica a las personas por su color de piel, su clase social o su género.
Nadie puede desconocer que la mayoría de la juventud de nuestro país siente una gran admiración por Francia Márquez, que es ejemplo de una mujer resiliente, capaz de superar todas las adversidades que le ha tocado vivir. En estos días he estado leyendo el libro de Isabel Wilkerson, premio Pulitzer, titulado El origen de lo que nos divide, donde nos muestra todo lo que ha tenido que sufrir la población de piel negra en Estados Unidos por culpa de los de piel blanca. Para los occidentales todo lo bueno es blanco y todo lo malo es negro.
En Colombia la cuestión no es tan diferente. He podido ir revisando una tesis doctoral de Jesús Banques, que estudió la violencia de los grupos insurgentes contra dos poblaciones habitadas por afros y raizales, uno de Sucre y otro del Chocó. Cuesta creer el salvajismo con que fueron maltratados.
Por último, en un ejercicio se pidió a un grupo de personas que describieran el cielo. El perfil o tendencia era que el cielo es un lugar con una casa estadounidense, con policías ingleses, coches alemanes y arte francés; es decir, el cielo es todo lo relacionado con la población blanca. Cuesta entender que, a pesar de todos los avances científicos y de la cultura material que hemos construido, poco avanzamos en nuestra condición humana, donde la enfermedad del odio se extiende como una pandemia.
joseamaramar@yahoo.com
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