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Opinión

Días turbulentos

Es como si estuviéramos al final de un ciclo de incertidumbre, de negación absoluta, donde ni las pinturas de Van Gogh se salvan. Pareciera que “todo vale”, se pierde la responsabilidad colectiva y, al mismo tiempo, crecen los fanatismos religiosos como único intento fallido de contener este caos.

Este es el país donde la muerte puede ocurrir de la manera más extraña. Un pequeño niño fue con sus cuidadores a un día de playa en Santa Marta y terminó atropellado por un avión. Otro joven fue a celebrar un cumpleaños en una fiesta con ostentosos regalos en Puerto Colombia y muere allí acribillado a balas.

En un país donde ocurren tantos hechos, estas son noticias de un día. Los medios tradicionales de comunicación y las redes sociales están concentradas en la revaluación del dólar y sus consecuencias, mientras tanto a nadie le interesa el drama de miles de niños y sus familias migrantes de Venezuela que están en la zona de frontera en la Guajira viviendo en cambuches inundados por las lluvias y paradójicamente sin agua para beber, pero eso no es noticia ni causa de preocupación.

Por otro lado, vemos un gobierno que rápido y furioso presenta reforma tras reforma, con más ganas que contenido. Siempre que hay reformas unos ganan y otros pierden, y los que están acostumbrados a no perder se llenan de temores e ira, buscan sacar sus recursos del país y marchan por las calles anunciando la hecatombe.

Para abstraerme de la realidad nacional, hago una inmersión en la prensa internacional y percibo un mundo lleno de malas noticias. La guerra de Rusia contra Ucrania nos tiene al borde de una destrucción con armas nucleares de impredecibles consecuencias. Podríamos decir que en este momento no hay país que no enfrente crisis. Es como si estuviéramos al final de un ciclo de incertidumbre, de negación absoluta, donde ni las pinturas de Van Gogh se salvan. Pareciera que “todo vale”, se pierde la responsabilidad colectiva y, al mismo tiempo, crecen los fanatismos religiosos como único intento fallido de contener este caos.

El hombre de hoy ya no cree en el hombre. Sus nuevos amigos, donde desplazan sus afectos, son sus perros y gatos: los cuidan con devoción, les recogen su caca, se duermen junto a ellos. Este amor por los animales domésticos es quizás el signo civilizatorio más importante de este siglo.

No podemos negar que estos últimos cuarenta años han sido de un avance y complejidad de nuestra cultura como nunca en la historia, pero como decía George Steiner, siempre que hay grandes avances viene un aburrimiento existencial, como si las personas incubaran una nostalgia por el desastre “quemarlo todo” nada es suficiente, nada nos complace, la rabia y el odio nos embarga.

Sigmund Freud, al comienzo del siglo XX, escribió su ensayo “El malestar de la cultura”, donde diagnostica que no hay cultura sin malestar. A nuestra biología le cuesta entrar en la cultura. ¿Cuánto malestar podemos soportar los hombres? Quizás esta cultura tan avanzada y compleja que hemos creado, donde no entendemos el engranaje de la maquinaria que mueve al mundo, sea el origen de nuestro aburrimiento y malestar generalizado.

Cuando se percibe el escenario nacional y mundial, pareciera que todos los habitantes del planeta fuéramos en un avión que atraviesa turbulencia tras turbulencia. Ojalá aterricemos pronto e iniciemos un nuevo ciclo de vida. 

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