El Heraldo
Opinión

Suena bien, pero…

Algunos expertos afirman que la Constitución del 91 es una de las mejores del mundo. A lo mejor, a la luz de sus visiones teóricas, eso sea cierto. Eso del “Estado Social de Derecho” suena bien, al igual que declaraciones como que el derecho a la vida es inviolable, que la democracia es participativa, que el interés común prima sobre el particular, que la descentralización es el espíritu de nuestro desarrollo, y un sinnúmero de aspiraciones que los constituyentes plasmaron en un texto bienintencionado y, por momentos, muy bien escrito. 

Sin embargo, las diferencias entre el acuerdo social implicado en la Carta Fundamental y la realidad en la cual se sustenta son, en no pocos asuntos, abismos que se antojan infranqueables. Lo extraño no es que exista esta brecha entre lo que se supone que debemos ser y lo que a duras penas somos, sino que los hacedores de la Constitución, y algunos de sus promotores y defensores,  hayan creído que su reflexión, plasmada en algunos cientos de páginas, por sí misma, bastaría para que Colombia cambiase su alma, que seríamos protagonistas de una especie de mutación hacia la bondad, de una repentina epifanía colectiva que nos colmaría de sensateces, de visiones modernas del mundo y del Estado y de la civilización. 

Tal parece que algunos fundamentalistas del teoricismo suponen que una Constitución es un texto sagrado, equivalente a la Biblia o el Corán, en lugar de una guía, de una hoja de ruta, de una declaración de esperanzas, y además –no importa lo que nos dicte el optimismo– no es una radiografía de las mentes del puñado de hombres y mujeres que la suscriben a nombre de una multitud que no está ni cerca de convertirse en una nación propiamente dicha. 

Es políticamente incorrecto afirmar que la Colombia de hoy se parece más a la que retrataba la vetusta Constitución de Núñez que a la admirada Carta de Gómez, Serpa y Navarro, y que, incluso, en algunos aspectos, es compatible con algunos mamotretos feudales. Pero esa incorrección no le quita certeza a la afirmación; basta con darse una vuelta y ver cómo transcurre la vida en este país, cómo se relacionan las personas, cómo se depreda, cómo se vota, cómo se opina, cómo se contrata, cómo se asume el mundo. 

Hace unos días, se generó una polémica fenomenal a propósito de la multa a un ciudadano por comprar una empanada en la calle. La norma del Código de Policía que ordena sancionar al infractor está basada en el Artículo 82 de nuestra perfecta Constitución, en donde leemos textualmente: “Es deber del Estado velar por la protección de la integridad del espacio público y por su destinación al uso común, el cual prevalece sobre el interés particular. Las entidades públicas participarán en la plusvalía que genere su acción urbanística y regularán la utilización del suelo y del espacio aéreo urbano en defensa del interés común”. ¿Y dónde queda la pobreza, la informalidad del trabajo, la desigualdad que obliga a millones a vender empanadas en el espacio público para vivir?

Está bien que la norma superior defina situaciones ideales, pero es evidente que, a la luz de lo que pasa en la vida real, la Constitución, las leyes que la extienden hacia lo práctico, las maneras en las cuales discutimos sobre lo que debemos ser y lo que somos, suele convertirse en un perro que se persigue la cola hasta caer exhausto del cansancio. 

Suena bien eso del “Estado Social de Derecho”, de la “democracia participativa”, del Código que cumple el Artículo 82, pero…

 

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