Como era de esperarse, se hundió en el Congreso el proyecto anticorrupción. Algunos medios reseñan con minuciosidad los últimos episodios relacionados con el proceso de conciliación entre ambas cámaras, un asunto de procedimiento que parece haber sido planificado para que todo resultara tan mal como terminó: notificaciones tardías, confusión general entre quién era el verdadero conciliador de la Cámara, funcionarios que se enteraron o fingieron enterarse tarde de los plazos, fueron el colofón de la estrategia esgrimida por los interesados en sepultar una iniciativa que contó con el respaldo de más de 11 millones de personas.
No es necesario ahondar en el paquete de normas que ahora reposan en alguna gaveta; basta con la confirmación -obvia, por cierto- de que los corruptos no quieren que la corrupción se vigile, se sancione, se proscriba y se termine.
El mensaje es muy claro: a nadie le interesa establecer mecanismos para erradicar uno de los dos problemas más graves del país -el otro es el uribismo-, y no será a través del apoyo de un congreso protagonista y pariente de la corrupción, como saldremos de este abismo vergonzoso.
A pesar de que la intención de algunos sectores de surtir un proceso institucional desde el Parlamento, como debe ser, para implementar algunas sencillas prácticas de transparencia que obstaculizaran los serruchos, los desfalcos, los desangres al erario, la impunidad, se pecó de ingenuidad y de exceso de confianza: sencillamente, ni al Congreso, ni al Gobierno, ni a los poderes económicos que sostienen en el poder a unos y otros, les interesa cambiar las cosas, porque la integridad, además de ser una apuesta muy arriesgada, no paga.
“Si quieres derrotar la corrupción debes estar listo para enviar a la cárcel a tus amigos y familiares”. Esta frase, pronunciada por el llamado “padre de Singapur”, Lee Kuan Yew, es una verdad que calza a la perfección con la dificultad que existe en Colombia para emprender una cruzada real contra este cáncer, y que explica de muchas maneras la escasa voluntad política que ha impedido, una y otra vez, que se haga algo, lo que sea, para evitarlo.
Porque, aunque no todos los políticos firmen contratos, reciban cheques o sobornen funcionarios, es poco probable que en sus actividades proselitistas, legislativas o gubernamentales no se encuentre alguna grieta que los termine relacionando, de una u otra forma, con la corrupción, que es uno de los principales rasgos de nuestro carácter nacional.
De manera que la pretensión de que los políticos se unan alrededor de una cruzada por la transparencia, la ética y la decencia, que involucre que ellos mismos se comporten de otra manera, que renuncien a sus privilegios, que dejen a un lado las atávicas formas de ejercer una actividad que nunca ha tenido mucho que ver con el servicio público, no es más que una quimera.
Habrá que inventarse otra cosa. Tal vez cambiar a los políticos por otros. O cambiar al país por otro. O cambiar al mundo por otro. Mientras eso no ocurra, cualquier intento de acabar con la corrupción terminará en las gavetas de los de siempre.
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