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Libros como relojes

Están sometidos a ese llamado “trabajo de carpintería”.

“Escribir un libro es un oficio, como lo es construir un reloj”, dice, como parte de un libro bien construido (Los caracteres, 1688), el moralista francés Jean de La Bruyère. Selecciono uno de los (posibles) sentidos que tiene esta afirmación: un libro es un artefacto dotado de una compleja maquinaria cuyas piezas se articulan y corresponden con exactitud.

No creo que todos los escritores la compartan, y seguro que en tal disensión militan algunos de los mejores. Pero no hay duda de que, cualesquiera que sean el origen y el desarrollo incluso completo de un libro (quiero decir, sin importar lo misterioso y lo difuso y lo elemental y lo caótico que sean dichos origen y desarrollo), predomina la tendencia a que su autor, antes de darlo por concluido, lo someta a lo que no por nada se llama un “trabajo de carpintería” a fin de que luzca ante el lector como un todo en el que las partes están rigurosamente concertadas.

El resultado de ello es más evidente o acusado en unos libros que en otros (y aclaro que estoy pensando ante todo en los libros de creación literaria). Los hay que llegan realmente a asombrar por la intrincada y meticulosa cohesión que ofrece la forma en que están organizados. Suelen componerse de divisiones subordinadas unas a otras hasta formar cuatro, cinco o seis niveles de inclusión: así, una serie de secciones básicas se hallarán contenidas en otras superiores, éstas a su vez en otras superiores, éstas a su vez en otras superiores, y así sucesivamente, constituyendo, qué sé yo, subcapítulos, capítulos, supracapítulos, partes, etc., el número y la extensión de cada uno de los cuales no serán, desde luego, caprichosos.

A veces, hay que decirlo, más externa que interna, esta rigurosa estructura obedece al simple prurito de que el libro, sobre todo si se trata de uno de cuentos o de poemas, no parezca una mera colección, una “silva de varia lección”, sino que se presente como un conjunto unitario y coherente, sólo porque se piensa que esto último constituye en sí mismo una virtud. Pero ése es otro tema.

Para no seguir expresándome en abstracto, mencionaré una obra que acabo de leer y que puede exponerse como ejemplo del tipo de arquitectura literaria de que hablo (para ser franco, fue su lectura la que me sugirió el tema de esta nota). Me refiero a la novela Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk. Sus 59 capítulos se reparten entre 20 narradores con sus respectivos títulos (“Me llamo Negro”, “Yo, Seküre”, “Me llamarán Asesino”, etc.), los cuales se van alternando a lo largo de la novela. Hay tres personajes (“Me llaman Mariposa”, “Me llaman Cigüeña”, “Me llaman Aceituna”), justo los tres sospechosos de un crimen, a los que les corresponden nueve capítulos, tres por cada uno. Fuera de eso, las tres preguntas que, según un gran maestro miniaturista, guardan la clave para saber quién es un auténtico ilustrador se les formulan a ellos, asignándole una pregunta diferente a cada uno (esto es, 3 ÷ 3 = 1). Cada uno, a su vez, responde a cada pregunta con tres parábolas (esto es, 1 × 3 = 3), conque resultan en total nueve respuestas (3 × 3 = 9). 

Pero sin duda el libro que, de cuantos he leído, es el que quizá más me ha impresionado por el engranaje de su organización es Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Observen cómo sus 55 textos, vale decir, sus 55 ciudades imaginarias se clasifican en 11 series (conformadas, pues, cada una de éstas por cinco ciudades texto), y cómo se van distribuyendo tales series a lo largo de nueve capítulos de acuerdo con un principio matemático constante. El libro constituye un mecanismo de relojería tan preciso que, mientras lo leía, tenía siempre la sensación de que en cualquier momento iba a dar la hora.

 

 

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