Pasar hambre en París
A mi me ha conmovido esa historia de la pobreza de García Márquez como corresponsal y escritor en París, y más cuando recuerdo mis años estudiantiles en esa ciudad deslumbrante en la que viví y estudié encerrado prácticamente en una biblioteca en la década de 1970.
Era septiembre de 1971. Llevaba hospedado una semana en la casa de los jesuitas en París, rue de Grenelle. Una amiga colombiana que supo de mi llegada me dejó una nota con el conserje con un saludo y el número de su teléfono. Cuando la contacté, me contó que se encontraba viviendo muy cerca del hotel, rue Cujas, donde vivió García Márquez. Por qué no vamos a almorzar en un restaurante para estudiantes que conozco por aquí cerca en el Barrio Latino, me dijo.
Al día siguiente llegué puntual a la puerta de la residencia de Adriana. Le propuse que fuéramos al restaurante del Hotel de Flandre en donde García Márquez había vivido en los años 50 en una buhardilla y viéramos cómo eran el menú y los precios. La cantidad en dólares que nos enviaba mensualmente el Icetex se ajustaba apenas para pagar nuestro alojamiento, alimentación y transporte, pero podríamos almorzar algo frugal con tal de pisar el mismo lugar del autor de Cien años de soledad, -que yo acababa de leer-, y en donde había pasado penurias hasta el punto de que se atrasaba con mucha frecuencia con los pagos semanales de la factura de la buhardilla, aunque la dueña del hotel no le apuraba con el cobro. En una reciente entrevista, su cercano amigo desde esos años, Plinio Apuleyo Mendoza, cuenta que Gabo era pobre hasta límites insospechados. Pasaba días sin comer ni una castaña, decía él mismo.
Adriana y yo vimos la carta. Nos atrevimos solo a pedir cuscús, plato tradicional de Algeria, que encontramos parecido a nuestro arroz, y un vasito de vino de la casa. Mientras el mesero nos servía, le preguntamos si sabía que el escritor colombiano García Márquez había vivido en el hotel y si había algún recuerdo suyo que pudiéramos ver. Nos miró con cara de extrañeza para decirnos que no tenía idea.
Nos sentimos importunos y tratamos de finalizar lo más pronto posible nuestro almuerzo. Este recuerdo bastante ingrato de aquella tentativa nuestra de conocer por dentro el hotel de García Márquez me vino a la mente leyendo la entrevista a Plinio Mendoza sobre su último libro de recuerdos de Gabo publicada en El Tiempo la semana pasada. Dice Plinio que cuando le preguntó en una ocasión a la dueña del hotel, Madame Lacroix, porqué tanta generosidad con Marquéz, -cómo pronuncian en francés- ella le respondió que él era muy distinto a los sudamericanos que conocía, que se pasaba hasta muy tarde en la noche en su máquina de escribir, y que además había hecho lo mismo años después con otro periodista desconocido, pobre y en apuros: Mario Vargas Llosa.
A mi me ha conmovido esa historia de la pobreza de García Márquez como corresponsal y escritor en París, y más cuando recuerdo mis años estudiantiles en esa ciudad deslumbrante en la que viví y estudié encerrado prácticamente en una biblioteca en la década de 1970. No pasé hambre ni tuve privaciones semejantes, pero supe lo que era vivir con estrecheces económicas, recorriendo de noche en mi motocicleta sus avenidas y entrando a cine y conciertos con descuento para estudiantes. Ese solo recuerdo me parece radiante.
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