Muertos sin sepultar
No podemos acostumbrarnos a la muerte de tantos muertos. Podríamos quedarnos sin compasión.
La historia de la tragedia de Antígona se quedó corta. Creo que todo lo fantástico que sucede en el Macondo de García Márquez no alcanza a agotar esta otra realidad de las cifras que saltan a diario, mientras la pandemia del coronavirus sigue su curso. El trágico griego puso a su protagonista Antígona a enfrentar al rey de su pueblo, que había prohibido enterrar el cadáver de su hermano Polinices, presa de los cuervos en las afueras de la ciudad. Ella tenía que sepultar a su hermano con los ritos debidos, porque su conciencia le decía que la ley moral está por encima de las ley humana. Eterno conflicto que arrastramos.
Aquí y ahora están pasando cosas peores. A una familia, una clínica le entregó el muerto equivocado. Cuando vieron el cadáver, se dieron cuenta de que éste correspondía al de un adulto mayor. No era el ser querido más joven que habían llevado por una enfermedad distinta al COVID-19. La tristeza fue tan grande, y el duelo tan intenso, que no tuvieron ánimos para ponerle una demanda a la clínica.
Por estos días en que uno tiene tiempo, o lo dejan a uno tenerlo, he estado hilvanando retazos de la memoria que creía perdidos. Uno de ellos es la historia que me contó mi madre sobre un hermanito mío que murió en sus brazos a los pocas semanas de nacer. No pudo recobrarse de ese dolor. Llegó a alucinar en su momento, bajo el peso de la culpa, que la hacía pensar que había sido por un descuido suyo en los días en que lo amamantaba. El bebé se había resfriado con el abanico de techo, y ella no se había dado cuenta de que no lo tenía bien cubierto con la manta, me contó años después. Lloraba inconsolable. Por eso entiendo a tantos parientes que no salen de su pena por las muertes que se suceden en sus familias, pues no es solamente uno, sino hasta dos y tres, el abuelo, la madre, un hermano, que caen en las tumbas que ahora están faltando. Muchos cementerios de poblaciones pequeñas cierran sus puertas porque se acabaron las fosas. El Campo Santo no tiene más espacio para tantos féretros. Sus muertos serán como los “Muertos sin sepultura”, nombre que el filósofo Jean-Paul Sartre le puso a una de sus obras de teatro.
Pero los disparates que uno lee en las noticias sobre equivocaciones, –si es que no son cambalaches-, con los cuerpos que se entierran, y que no son los muertos de uno, rayan ya no en la ficción sino en el cinismo. Es cierto que existe la ley que prohíbe que uno vaya a enterrar a sus muertos. Y toca cumplirla. Pero que le digan a uno que la muerte de un hijo de ocho años, hospitalizado días antes por el accidente de la bicicleta en que montaba, fue causada por el COVID- 19, como le acaba de pasar al padre de un menor en Ibagué, el jueves pasado, es inadmisible. ¿Por qué querían pasarlo como víctima del virus?, se pregunta destrozada la madre. Y con razón.
No podemos acostumbrarnos a la muerte de tantos muertos. Podríamos quedarnos sin compasión. Y sin la piedad, que la historia más humana nos dejó muy adentro, como a Antígona.
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