En el libro del Génesis bíblico se cuenta el origen de nuestra especie : “Entonces Yahveh-Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gen. 2,7). Un soplo divino le dio vida a una masa todavía informe para convertirla en un ser humano. Es increíble cómo esa narración adquiere, en las circunstancias del momento, una impresionante actualidad. Desafortunadamente, es el aliento, pero un aliento humano infectado, el que transmite la peste. Y también la muerte, si Tánatos prosigue su viaje por el cuerpo humano.
Esté uno a favor de la narrativa creacionista o de la evolucionista, lo cierto es que el ser humano ha desarrollado su existencia en medio de guerras, de cataclismos, de enfermedades. El historiador griego Tucídides hizo una lectura moral de la epidemia (430-426 a.C.), que diezmó a Atenas durante la Guerra del Peloponeso : “La epidemia acarreó en la ciudad una mayor inmoralidad (…) Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía; juzgaban que daba lo mismo honrar o no a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente (…); pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada”. En el trasfondo de la catástrofe, Tucídides está señalando la fatalidad, -la diosa Ate-, que derrama su venganza sobre los seres humanos. Sófocles lo decía en la tragedia “Edipo rey” : “Un dios portador de fuego se ha lanzado sobre nosotros, y atormenta la ciudad con la peste, el peor de los enemigos”.
¿Qué podríamos decir hoy? Para explicar las calamidades, naturales y humanas, ni los dioses ni tampoco la venganza o el castigo divinos son referentes de la ciencia moderna. Sin embargo, estos relatos del Génesis y de la Antigüedad griega que menciono conservan significados válidos que sirven para comprender la complejidad de la historia humana. Hoy la Naturaleza, con mayúscula pero sin endiosarla, nos está dando señales, muy penosas y terribles, con la peste que nos está asolando. Somos nosotros quienes nos separamos de nuestro origen natural, perdiendo la conciencia de los vínculos reales que tenemos con la Naturaleza. Preferimos ser amos; sus dueños, sus explotadores. La necesitamos para crecer materialmente, no para crecer y vivir en armonía con ella. Tenemos teorías grandiosas del crecimiento económico, del consumo de los recursos naturales, de inteligencias artificiales que están volviendo obsoleta la inteligencia natural. Nos estamos despidiendo insensiblemente “de las simples cosas”, como cantaba Mercedes Sosa.
Se nos olvidó que nuestro cuerpo hace parte -quizás poco importante- de la Naturaleza, que ahora nos está pasando factura por la destrucción del medio ambiente, por los graves trastornos del cambio climático. Somos muy vulnerables. Un soplo, un aliento que sale de la boca de otro humano nos contamina. Estamos asustados. La vacuna vendrá, seguramente, pero después de demasiadas muertes. El soplo no es portador de vida.
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