El universo de Webb
La imagen de la galaxia captada por el telescopio James Webb y que difundió oficialmente la NASA por intermedio del presidente Joe Biden el pasado 12 de julio, ha llegado a las pantallas de nuestro computadores de forma sencillamente asombrosa. Uno podría pasar interminables horas contemplando puntos blancos, estrellas titilantes, cruces suspendidas, luminarias colgadas en la oscuridad de una noche eterna que tuvo lugar hace más de 35 mil millones de años luz.
Es increíblemente maravilloso que uno pueda ver imágenes del universo captadas por el telescopio espacial James Webb, que el científico danés Gabriel Brammer logró procesar para que el común de los mortales viéramos la imagen infrarroja más profunda y nítida de una galaxia nunca antes vista desde que los humanos se hayan pasado millones de años escrutando el cosmos, llenos de curiosidad y asombro.
Entretanto, han sucedido casos tan cómicos como el de Tales de Mileto, el filósofo griego, siete siglos antes de nuestra, que se cayó en un pozo por estar deambulando por el jardín de su casa abstraído en la observación de las estrellas. Su criada se rió a carcajadas cuando vio a su señor de pies a cabeza en el hueco por fortuna, la ciencia ha dado saltos cualitativos tan enormes que no es necesario andar exponiéndose para observar el cielo estrellado, una práctica tan antigua que se podría contar la historia de la humanidad desde el solo punto de vista de la astronomía que ha subyugado a pueblos e individuos.
La imagen de la galaxia captada por el telescopio James Webb y que difundió oficialmente la NASA por intermedio del presidente Joe Biden el pasado 12 de julio, ha llegado a las pantallas de nuestro computadores de forma sencillamente asombrosa. Uno podría pasar interminables horas contemplando puntos blancos, estrellas titilantes, cruces suspendidas, luminarias colgadas en la oscuridad de una noche eterna que tuvo lugar hace más de 35 mil millones de años luz. Para qué hacer cuentas sin fin, si Paul Valéry lo había cantado: “Que al cielo alce mi vista y en él trace mi templo”.
En las altas montañas del Perú, a 2.430 metros de altura sobre el nivel del mar, y antes de la llegada de los conquistadores españoles, los incas levantaron un reloj solar en forma de polígono tallado en la roca para hacer mediciones del clima, los cambios estacionales, y para observar los movimientos del sol, su dios sagrado, y las estrellas y astros en las noches despejadas. Lo llamaron Intihuatana, que en quechua significa “donde se amarra el sol”. Al norte de Lima se ha encontrado otro observatorio astronómico más complejo, Chankillo, esta vez en un desierto de arena, desde donde los pueblos preincaicos venían observando desde hace 2.300 años el sol y los astros. Los pueblos de Suramérica se conectaron, sin que sepamos todavía cómo lo hicieron, con otros pueblos muy antiguos como los mayas, los babilónicos, egipcios, chinos, mesopotámicos donde observatorios más elementales ofrecían satisfacción práctica al deseo incontenible del ser humano de trascender su existencia terrenal elevándose al cosmos sin límites para responder a preguntas más acuciantes. Sin duda alguna el telescopio James Webb hace parte del engranaje de la ciencia que logrará en el futuro más lejano descubrimientos del universo todavía más sorprendentes que los alcanzados hasta hoy. Lo cierto es que la frase magistral del filósofo Immanuel Kant seguirá gravitando sin cesar en la mente del ser humano: ”el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
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