
De niño, veía el paso de las comparsas y carrozas del carnaval desde un bordillo de Veinte Julio. Sentado prácticamente en el suelo, sentía en el cuello la cabuya que ponía la policía para mantener el orden, pero también palpaba la convivencia de un carnaval que era de todos. Cuando aparecían los gorilas, los micos, las negros africanos con sus culebras, quedábamos todos fascinados con aquella selva humana, sin que dejáramos de gritar asustados en medio de la risa.
No es lo mismo ver el carnaval desde un palco que sentarse en el bordillo a disfrutar en vivo y en directo el río de disfraces. “Quien lo vive es quien lo goza”, que ahora se pregona, es en mi sentir una sensación mucho más antigua. Es milenaria. En las procesiones del dios del vino Dionisio, en la Grecia antigua, la gente llevaba máscaras, iba en tropel y se revestía con pieles de animales como los leopardos. Se gozaba el rito del dios, en pleno alboroto, porque se vivía. Después, los romanos convirtieron aquel ritual sagrado en una fiesta más mundana, que llamaron las bacanales. Eran en todo caso las festividades del desbordamiento carnal. Los Papas de la iglesia le añadieron un capítulo a lo que consideraban desorden pecaminoso de tres días. Fue otro ritual, que es la imposición de las cenizas a fin de recordar que la muerte está al acecho de tanta vida desmadrada. Y así comenzaba la Cuaresma, tiempo para pedir perdón a Dios por los pecados de la carne, que, para la época, era el más grave de los pecados, excepción hecha del “no matarás”.
Por fortuna, la procesión del carnaval sigue vigente con su carácter más popular en la carrera 44 y en la calle 17. Y por lo que vi en el canal de Telecaribe, la noche de Guacherna se llenó del espíritu festivo que tienen las comparsas cuando sus integrantes pueden comunicarse más directamente con el público que está ahí mismo, al alcance de un choque de manos, pese al bochorno que produjo la mujer que se restregó contra la humanidad de un agente de policía, que no sabe uno cómo hizo para mantenerse estoico como una estatua. Los palcos de la vía 40 son útiles más que todo para acoger a las “personalidades”, y a los visitantes que necesitan más distancia –y comodidades- ante unos desfiles a los que no están acostumbrados, y pueden atemorizarse, si se tiene en cuenta la imaginación local para ponerse los disfraces más extravagantes como los de caravelas, dementes o indios tiznados que quieren abrazar a todo el que encuentren a su paso.
Los disfraces más distintivos se originan en los barrios barranquilleros con mayor tradición carnavalera, sin excluir toda la diversidad de tradiciones que vienen del Bajo Magdalena y la Depresión momposina. Hacen aportes, quizás no suficientemente vistos con atención ni valorados en la Batalla de Flores, pero sin los cuales esta ciudad, y sus carnavales, no serían lo que pretenden ser : un crisol cultural de la Costa Caribe. La exuberancia de la cultura se aprecia mejor desde el bordillo.
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