En San Vicente Boquerón, un pequeño pueblo mexicano en el estado de Puebla, corrió la voz de que había una banda de secuestradores involucrados en el tráfico de órganos de niños. Eso fue una tarde de agosto del año pasado. Casualmente la Policía había capturado a Ricardo Flores –de 22 años– y a su tío Alberto Flores –de 42– por andar tomando licor en la vía pública. Uno era estudiante de derecho y el otro era albañil, y cuando decidieron tomarse esos tragos juntos no se imaginaron en qué terminaría la jornada. Alguien dijo algo, quizá, no se sabe bien qué, pero poco a poco se fue concentrando una multitud enfurecida a las afueras de la comisaría de Policía. Un habitante del pueblo buscó un megáfono y organizó al gentío para buscar combustible y así quemar a los “traficantes de niños”. Otro comenzó a transmitir en vivo por una red social y a animar la presencia de más personas.
Alguien dijo que al tío y al sobrino los habían detenido cerca a una escuela y alguien concluyó que era información suficiente para condenarlos. Rompieron la reja y sacaron a los detenidos a golpes. La brutal paliza terminó en el momento en el que decidieron prenderles fuego. Hay quienes afirman que a Ricardo lo quemaron vivo, pero que su sobrino ya estaba muerto cuando le echaron candela. La transmisión en vivo no se detuvo y dejó ver cómo el cuerpo carbonizado del tío se retorcía del dolor. Su hermana –la madre de Ricardo– lo vio en directo desde Estados Unidos, lejos de allí, donde trabajaba limpiando casas. Escribía desesperados mensajes diciendo que eran inocentes, pero nadie se detuvo. Nada pudo hacer tampoco la Policía.
Los ojos de Dairon, el joven negro linchado en Medellín esta semana, tenían esa mirada agónica de la gente que es víctima de esos violentos ataques en masa. Como si acaso suplicara, como si no encontrara la esperanza en ningún lugar, como si esperara que la buena suerte apareciera de repente y la multitud detuviera su ira. Estas ejecuciones colectivas recorren toda Latinoamérica y se exacerban en los lugares en los que el Estado suele ser más ausente. Por lo general, la condena no es proporcional a la falta y no hay derecho a la defensa. De manera irracional una masa enfurecida es juez y verdugo, y su actuación se alimenta del prejuicio y la discriminación. Ser negro, como en el caso de Dairon, puede ser considerado prueba de culpabilidad. Los linchamientos suelen llevarse por delante a gente inocente. Pero, también como ahora parece ser el caso de Dairon, aquí la culpa es lo de menos. Los otros, la otra multitud enardecida, cuando supo que el joven negro sí había robado un refresco en una tienda, otra vez lo lapidaron. Ya nadie era Dairon. Como si acaso ser ladrón lo despojara de su humanidad y ya no tuviera derecho a un juicio justo. Al primer linchamiento se le vino otro encima, el de la gente que no se ensucia las manos de sangre, pero refrenda la violencia.
javierortizcass@yahoo.com
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