La diáspora forzosa de las mujeres y hombres africanos que alimentó el fuego perverso de la esclavitud en América supuso distintas historias de acuerdo al momento histórico de la llegada y a los distintos procesos que se gestaron en los diferentes puntos del continente. Solo hasta 1865 se puso fin al dramático sufrimiento de los esclavizados en Estados Unidos, después de una cruenta Guerra Civil que dividió al país en dos y que culminó con la abolición de la esclavitud, pero que dejo muy claro que los prejuicios no se jubilaban por decreto. La abolición fue apenas el comienzo de otra gesta que pondría muertos y viudas, y niños ahorcados colgados de los árboles, y casas quemadas y perseguidos, castigos, familias separadas, gente perseguida con perros de presa, detenciones, humillaciones y antorchas sostenidas por encapuchados. En los estados del sur, aquellos donde se había levantado el bastión de defensa de la esclavitud a través de un violento y naturalizado sistema segregacionista, se empezó otra revolución: el jazz.
Los negros sureños supieron alentar su batalla con la improvisación sincopada de esa suerte de hechicería que sería un género basto, inmenso, imparable, indómito. La rebelión que reclamaba la libertad estaría para siempre musicalizada. La revolución que se abría paso en las riberas del río Misisipi tenía nombre propio y atravesaba diez estados, pero alcanzaría su determinación con el free jazz y su apuesta política por los derechos civiles. Cecil Taylor, Ornette Coleman, John Coltrane y Charles Mingus, entre tantos otros, serían los soldados armados con saxofón, percusión y piano. Ninguna otra guerra por la libertad sería más estética. Los ímpetus políticos del jazz estaban codificados en la sensibilidad y el compromiso con una lucha social en la que la música adquiría los alcances más insospechados.
Las tensiones de la época impregnaron al jazz de la radicalidad de la militancia que le serviría de banda sonora al Black Power, y el mundo se contagiaría irremediablemente con aquellas melodías afiladas y aceitosas del jazz. Pero entonces ocurrió esa forma del poder que solo reconoce y acepta en la medida que domestica y trivializa. A Billie Holiday se le revolvía la hiel cada vez que recordaba que una noche un hombre en un bar se le acercó para pedirle que cantara aquella tonada sensual que hablaba de cadáveres de gente negra colgada en los árboles movidas suavemente por el viento.
Setenta años más tarde, en tiempos en lo que todo parece que ocurriera por primera vez, el jazz, paradójicamente, para algunos se advierte como una música de los gustos refinados de burguesías pretensiosas y círculos esnobistas de licenciosos intelectuales. Y no, detrás de su encanto delicado hay una rebeldía que no admite la sensiblería edulcorada de los que asumen la libertad como una moda para diseños vintage. El acercamiento a su género –y a todas sus traviesas manifestaciones– no debe jamás olvidar su origen negro, su canto nostálgico y su agresiva apuesta por la igualdad y la dignidad.
javierortizcass@yahoo.com
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