El arzobispo Romero sabía que lo iban a matar. Así lo dejó consignado en su diario; pero lo suyo no fue presentimiento, sino certeza: los asesinos lo anunciaron y el nuncio de San Salvador se lo hizo saber.
El día en que fue asesinado mientras celebraba la eucaristía, la noticia de su muerte fue motivo de celebración. Anota su biógrafo, el profesor de historia contemporánea de la Universidad Roma III, Roberto Morazzo escribió: “en los barrios altos se brindó con champaña”. Ese asesinato fue una victoria de los que en las cartas recibidas por el arzobispo dijeron de él: “ un arzobispo de conciencia asesina, enemigo solapado de Dios”, “lo mueve una satánica ambición de poder”, apuntaba otro; “comunista criollo que dirige la siempre pordiosera Iglesia”, “quiere llevarnos a una nueva Cuba”, fueron otros insultos. Morazzo se pregunta: ¿por qué tanto odio?
“Se mezclaban, responde, el viejo anticlericalismo salvadoreño y la rabia por la traición del clero, la ideología del orden vigente y la defensa de sus bienes”.
“Era un arzobispo demagogo y violento”, tituló La Prensa Gráfica y El diario de hoy afirmó en una legitimación del asesinato: “estimulaba desde la catedral el terrorismo”. El coronel Santibáñez, director de la
Asociación Nacional de Seguridad, coincidió con el periódico: “porque hablaba mucho lo mataron, era un comunista”. Nada de eso sentimos los periodistas que, para saber qué pasaba en El Salvador, asistimos a sus sermones.
Los lectores de los dos diarios encontraron, el día de la canonización, otra imagen del arzobispo: “El Salvador recibe con júbilo la canonización de monseñor Romero”, se leyó en La Prensa Gráfica, que le dedicó, además, un especial titulado: “San Oscar Arnulfo Romero”.
En cambio El diario de hoy mantuvo encendidas las brasas de su rechazo. La canonización no apareció en sus páginas; el hecho celebrado como un triunfo de los salvadoreños no existió para este periódico.
Sin embargo, tres de sus columnistas la registraron: “debemos conocer a Romero”, comentó Luis Mario Rodríguez; “modelo y ejemplo”, escribió Mario Aguilar y Erika Saldaña la vio “trascendental para la historia del Salvador”.
Cuando Juan Pablo II visitó el Salvador, los periodistas conocimos que había visitado en secreto la tumba de Romero, un dato que coincidió con las dificultades iniciales de su proceso de beatificación. ¿Qué pasaba?
Para los monseñores de la curia romana sería escandalosa la canonización de un obispo comunista y así ocurrió hasta que, curado de esos espantos, el papa Francisco vio en él otro de esos campeones de la fe que la Iglesia debe mostrar al mundo. Y en Romero la fe es viva por su opción preferencial por los pobres; profesión de fe que chocó con la realidad de unos ricos que concentraban el 66% del producto bruto y dejaban sin tierra al 40,9% de la población. Un ejército al servicio de la derecha y unos pobres aglutinados en una Coordinadora Revolucionaria eran la fórmula del conflicto perfecto que se manifestó en los funerales de Romero cuando hubo 31 muertos.
Hoy, una muchedumbre como la de entonces fue abaleada, festeja su canonización, sentida como una victoria de los pobres.
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