Cuando un futbolista profesional alcanza un ingreso mensual de cien o doscientos millones de pesos, generalmente ha necesitado recorrer un largo camino desde su niñez y adolescencia. Primero, ha tenido que ser premiado por natura con un talento para manejar y dominar un balón. Luego, ha necesitado renunciar a muchas cosas, tener una gran disciplina y una perseverancia a toda prueba. Después, pasar por distintas categorías y competir con otros cientos de miles de futbolistas que también desean ser profesionales. Y, cómo no, con la aprobación o indiferencia de muchos entrenadores.
Lograda la meta, entonces debe tener el temple y el espíritu competitivo para sostenerse por varios años y, en estos, sumar buenas campañas y algunos títulos. Todo un periplo sostenido por su capacidad, su pasión y su tenacidad. Entonces, el mérito es de él. La cifra que le pagan, muchísimo más grande, abrumadoramente más grande que la mayoría de otras ocupaciones, por haber sabido gestionar su talento, surge de lo que es el fútbol, de lo que genera como fenómeno social, cultural y económico. Punto.
Cuando el periodista Oscar Rentería muestra su desacuerdo con la decisión de los jugadores del fútbol profesional colombiano de cesar sus actividades por no encontrar respuesta de la Dimayor y la Federación a un listado de peticiones, haciendo público los millones de pesos que ganan algunos jugadores que quieren hacer paro, en un país en el que el salario mínimo no alcanza los 900.000 pesos, no es sino un frágil, capcioso y populista argumento.
No explicar por qué una actividad con fecha de caducidad temprana (a los 35 ya se es viejo para el fútbol) tiene esta singular escala salarial, es sesgado y hasta peligroso en un país como este. Discrepar con la inconveniencia e inconsistencias, si la hay, de algunas o de todas las peticiones de los futbolistas debería hacerse con el peso de la argumentación, y sería perfectamente válido. No con este torpe y lánguido alegato del señor Rentería. Mucho menos con las atolondradas y groseras razones de Pimentel y el directivo del Cúcuta del que ni siquiera recuerdo su nombre. Y tampoco la infantil simulación de Antonio Char de no saber nada.
El fútbol colombiano y esta coyuntura no necesitan más leña en el fuego, ni de la soberbia, sino de la inteligencia y la civilidad de sus actores. Que se sienten a negociar. Que recuerden que, a diferencia de los animales, pueden hablar. Dialoguen. No desprecien tan invaluable recurso. El fútbol, con todo lo que representa y produce, lo reclama.
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