No todo son ventajas para la gente bonita sobre la fea: a los feos, por ejemplo, nos resulta mucho más fácil poder ser fieles. De esa misma opinión era la alcahueta Dipsas cuando quería confundir a Corina: “Diviértanse las que son hermosas: casta es aquella a la que nadie ha solicitado”. El mismo Ovidio, en la última etapa de su perdición, le llegó a decir a Corina: “No te pido ya que no me seas infiel, puesto que eres hermosa, sino que no me vea obligado a saberlo”. Y un abuelo mío, eludiendo galantemente la cuestión de la belleza, con palabras menos castas y dominicales solía decir: “No hay mujer que no lo dé [su corazón], sino hombres que no lo saben pedir”.
Corina siempre le fue fiel a Ovidio hasta que dejó de serlo. Una noche le dijeron que no fuera, que Corina estaba enferma. Pero él salió corriendo desesperado a ver qué le pasaba. La casa estaba oscura. La criada no respondía. Entonces Ovidio se quedó montando “guardia como un esclavo ante tu casa cerrada”. Y, horas después, al final tuvo la triste recompensa de los gatos curiosos: “Vi a tu amante cuando, agotado, salía de tus puertas… pero eso me importó menos que el haber sido visto por él: ¡caiga esa vergüenza sobre mis enemigos!”.
El amante era un hombre ya curtido, de orígenes oscuros, pero de presente luminoso gracias a todo el oro que acumuló guerreando por el mundo. Ni para ponerse uno altanero. Ovidio, sin embargo, era un artista: “En lugar de una gran fortuna, tengo mis divertidos versos, y muchas quieren valerse de mí para tener renombre”. Y, en su despecho, se iba lejos: “Hay incluso quien considera que los poetas tenemos algo de divino”. No, no podía comprender la traición de Corina. “Quizá también te contará cuántas veces degolló a un hombre: ¿y oyendo tal confesión, te atreves a tocar sus manos, oh avariciosa?”.
Ovidio se lamentaba con amargura. “¿Para qué voy a recordar las mentiras torpes de tu lengua falaz?”. Y también se culpaba: “¿Me engaño, o ella se ha hecho famosa gracias a mis libros? (…) ¿Para qué pregoné su belleza? Por culpa mía mi amada se ha puesto precio”.
Corina, a partir de ahí, ya le cogió el gusto al desorden y Ovidio pasó por todas las etapas de la degradación. La dejó: “Abandona las lisonjas (…) que en otro tiempo tuvieron fuerza para perderme”. Volvió: “¡Qué caricias me prodigaba, qué palabras tan dulces!”. Sí pero no: “El amor y el odio luchan entre sí y orientan mi débil corazón en direcciones contrarias; pero creo que vence el amor”. Y cayó a lo más bajo: “Aunque te sorprenda en medio de tu falta (…) me negarás que he visto aquello que bien he visto: mis ojos creerán más a tus palabras”.
Ovidio no explica el final de sus amores (seguro habrá sido Corina). Pero nuestro gran Ovidio, aunque triste y escaldado, como buen enamorado del amor nunca pierde su temple: “Cuando me muera, apáguese mi vida en medio del acto amoroso; y que alguien llorando diga en mi funeral: “Esta muerte ha sido acorde con tu vida”.
¡Ojalá que así de bonito haya sido, Poeta!
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