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Infancias robadas

¿Qué hizo la última vez que vio a un niño en un semáforo vendiendo dulces o bolsas plásticas?, ¿desvió su mirada, como si esa dolorosa realidad no le afectara, o le regaló una moneda de 500 pesos para alivianar su conciencia? Sepa que cualquiera de estas acciones lo acercan a ser cómplice de una de las peores formas de violencia contra los menores de edad en nuestro país, el trabajo infantil.

En Colombia, 512.000 menores, de 15 a 17 años, trabajan. Pueden hacerlo porque la Ley 1098 de 2006, Código de Infancia y Adolescencia, lo permite siempre y cuando tengan la autorización de un inspector de Trabajo. 

El intolerable abuso, que está llamando a nuestras puertas, corre por cuenta de los 357.000 niños y niñas, de 5 a 14 años, que son obligados a trabajar. Víctimas inocentes a las que se les violan sus derechos de la manera más miserable. Muchos de ellos no estudian, no reciben ningún tipo de atención médica a pesar de sus extenuantes jornadas de trabajo, rara vez juegan o se divierten, y otros ni siquiera existen porque jamás han sido registrados por sus padres.

Hay que parar esta infamia. Las consecuencias del trabajo infantil son devastadoras en la vida de estos niños. Según el Dane, solo en Barranquilla y Soledad, en el Atlántico, habría más de 8.400 menores trabajando; en Sincelejo serían 4.000, y en Riohacha, también 4.000. Laboran en el campo, venden productos en las esquinas, en plazas de mercado o se quedan en casas o fincas realizando tareas domésticas. ¿Le suena? En los más aberrantes casos, los niños llegan a ser esclavizados, explotados sexualmente y usados por bandas delincuenciales con fines criminales.

Detrás de esta tragedia están la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades, la violencia intrafamiliar, el desempleo, en otras palabras, la necesidad pura y dura de familias vulnerables. Pero hay que decirlo con absoluta claridad: nada justifica el trabajo infantil, y es nuestro deber denunciarlo.

La directora del Bienestar Familiar, Karen Abudinén, está recorriendo el país para sensibilizar a los ciudadanos sobre esta detestable práctica. Un primer paso que se podría quedar corto, si a ella y a sus profesionales, los dejamos solos. Tenemos que ir más allá. Hay que identificar a los niños que trabajan, ubicar a sus familias y ofrecerles oportunidades reales, concretas, tanto para los padres como para los niños. Se requiere un esfuerzo público y privado, una verdadera articulación institucional, para sacar a los menores de este perverso círculo de miseria y exclusión, y garantizar que no reincidan.

Todos podemos ser parte de la red que ponga freno a este flagelo. La próxima vez que un niño se le acerque para venderle un chicle, pregunte su nombre, dónde vive, busque información que le pueda dar al Bienestar Familiar. ¿Cómo? A través de la línea 141, correo electrónico atencionalciudadano@icbf.gov.co y el WhatsApp 3202391685. No se justifique más. No más disculpas. Es momento de recuperar tantas infancias robadas.

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