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Opinión

Huevos sobre Rodrigo

En el Memorial Choeung Ek, cerca de Phnom Penh, en Camboya, lugar que conserva la memoria del genocidio llevado a cabo por los Jémeres Rojos entre 1975 y 1979, el monumento principal es una construcción budista donde se han depositado miles de cráneos humanos pertenecientes a quienes fueron ejecutados durante el régimen de Pol Pot. La atmósfera es desoladora, pero si uno es colombiano y está consciente de los más de 8 millones de víctimas de un conflicto que sobrepasa 50 años, visitar un escenario como estos produce una mayor consternación. El régimen se ensañó con la población asesinando a la cuarta parte de un país que, tras el genocidio y una brutal guerra civil, comenzó a reconstruirse. Hoy en día, pese a denuncias de organismos internacionales de que persisten ciertos desafueros, al internarse en territorio camboyano y hacer una comparación con lo que vivimos a diario los colombianos, uno concluye que la violencia no es su rasgo dominante. Como si esa nación del Sureste asiático, mediante herramientas como el perdón, hubiera decidido que ese capítulo de la historia no volverá a repetirlo. Los camboyanos no se agreden entre ellos, ni agreden al visitante, y es evidente –aun habiendo experimentado todo el horror de la guerra– su disposición a cultivar un carácter apacible y a fortalecer el acuerdo de unidad que requiere una comunidad frente a la adversidad.

En Colombia el nivel de odio que subyace en la sociedad hace que el pacto social que demanda el posconflicto no parezca posible. Las intervenciones públicas del partido de las Farc demostraron cuán distantes estamos de la unidad, el perdón y la reconciliación. Si bien durante el conflicto las Farc destrozaron pueblos, asesinaron civiles, secuestraron, utilizaron cilindros bomba, extorsionaron, reclutaron menores y atentaron sin piedad contra la infraestructura del país, hoy es un hecho de que renunciaron al escenario de la guerra, y como tal, hay que entender que un escenario de paz exige un lenguaje distinto y un irrestricto compromiso para lograr que esta Colombia pendenciera, resentida, camorrista, belicosa, impulsiva, bochinchera y bravucona, se reinvente en torno a simbólicos más indulgentes.

Pero estamos en apogeo electoral –o la exaltación de las emociones–, y la lluvia de huevos sobre Rodrigo Londoño (cuyo primer acto sensato debió ser renunciar al alias de ‘Timochenko’) simboliza el cúmulo de rencores alimentados durante generaciones; una válvula de escape accionada por el odio que, por convicción o alienación, anida en el inconsciente colectivo colombiano. Ciertamente, el pueblo está en su derecho a pronunciarse, pero la nueva confrontación, que ya no es armada sino en las urnas, requiere de cierto grado de conciencia y formación. Resulta cómodo exigirle a la clase política erradicar sus vicios perversos, pero, ¿reconocemos como electores nuestra responsabilidad en el cambio que no ha ocurrido en la sociedad? 

berthicaramos@gmail.com

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