En un país donde hay gente que detesta la tutela, que anhela eliminarla y que preferiría un régimen inquisitorial basado en la hoguera y no en la Constitución de 1991, se entiende que haya habido reacciones hostiles al fallo de la Corte Constitucional del pasado 4 de septiembre, mediante el cual los magistrados Alberto Rojas Ríos y Diana Fajardo Rivera protegieron los derechos fundamentales al debido proceso, a la intimidad, a la libertad y a la dignidad de dos accionantes que el 19 de junio de 2017 fueron grabados, sin su consentimiento, por un vigilante, mientras sostenían relaciones sexuales en el aula de clases de un colegio militar.
Tras el fallo, en este país fracturado entre la premodernidad y la modernidad, no han faltado quienes afirmen falazmente que lo que la Corte hizo fue darle luz verde al sexo en los colegios entre los estudiantes. O no han leído bien el fallo o lo han leído con las gafas del fundamentalismo religioso, como en el caso del hoy pastor evangélico Carlos Alonso Lucio.
Lo que la Corte dejó claro es esto: tener relaciones sexuales al interior de un establecimiento educativo sí constituye una falta disciplinaria merecedora de sanción a la luz del reglamento de una entidad, pero, en este caso, el castigo –la expulsión de la joven y el novio– no guardó ninguna proporcionalidad con el hecho producido. De lo que se colige entonces que el colegio militar debió aplicar una amonestación sin llegar a la extrema medida de cancelar la matrícula que el fallo reversó.
Este suceso me ha removido los lejanos recuerdos de mi expulsión en el último año del bachillerato, aunque por hechos totalmente distintos.
Estudiaba yo en el Colegio Nacional José Eusebio Caro y, en medio de las tormentosas pugnas ideológicas de los años 70, resulté involucrado en un episodio de puñetazos con líderes trotskistas. Yo era un impetuoso activista prochino, línea Mao. El rector (de cuyos nombres y apellidos no quiero acordarme), acolitado por un grupo de profesores, en lugar de sancionarme con unos días de suspensión o con matrícula condicional, me echó con otros dos estudiantes. No sirvió de atenuante mi historial de alumno aventajado. Mi pobre vieja casi se desmaya cuando le comuniqué la noticia.
Pero hay más. Mi expulsión no fue suficiente para saciar la arbitrariedad que cometieron. Semanas después, dos agentes secretos me capturaron saliendo de mi casa, me llevaron al Comando Central de la Policía, me reseñaron como un peligroso malhechor y me enviaron ocho días a la Cárcel Municipal, de la cual guardo la fría evocación de los baños obligatorios a las cuatro de la mañana.
Estoy seguro de que si en ese tiempo hubiera existido la tutela, a mí me hubiesen tenido que reintegrar al colegio y ese abusivo carcelazo no se habría quedado así. Algo va de la Constitución de 1886 a la Constitución de 1991.
@HoracioBrieva
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