El 23 de diciembre del año 2016, al filo de la medianoche, la reforma tributaria presentada por el Gobierno fue aprobada en la plenaria del Senado. Los cándidos colombianos –pletóricos de ese amorsuelo que, como hormona edulcorada segregamos en épocas navideñas– estábamos ahítos de bondad; atrapados por el febril mercantilismo con que el sistema capitalista nos exige demostrar hasta los afectos más furtivos. En medio de ese letargo colectivo, y precedido de estériles discusiones, se aprobó el articulado al que debíamos acogernos los obedientes ciudadanos. Los pitos y las matracas de la ritual celebración sofocaron cualquier posible rebelión ante las recientes cargas tributarias, y fue así como, entrados en el Año Nuevo, entramos además a digerir la calamidad que representaba para el bolsillo nuestra nueva realidad. En ella, que no es otra cosa que ese incierto día tras día que hay que salvar, está apostado desde entonces, impertérrito, el que muy posiblemente sea el más duro de los golpes que nos hayan asestado en los últimos tiempos: el incremento del IVA del 16% al 19%. Dicho incremento era la espina dorsal de una reforma tributaria que fue votada favorablemente por nuestros honorables congresistas: 12 liberales, 16 del Partido de La U, 15 conservadores, uno de Opción Ciudadana, uno del MAIS y dos de la Alianza Verde; entre tanto, el senador indígena Marco Avirama y las bancadas del Centro Democrático y el Polo Democrático se alinearon con el No, mientras Cambio Radical se marginó de la votación. Era de esperarse que ese infame 3% tuviera efectos catastróficos. Y claro, una vez abandonado el desenfreno festivo, pusimos el grito en el cielo. Bajo la consigna de no olvidar la afrenta, las imágenes de los sacrílegos parlamentarios que apoyaron la propuesta del Gobierno se hicieron virales en la red, y salió al ruedo nuevamente la idea de revocatoria del Congreso. Pero, hasta ahí llegó la cosa. Desde entonces, y hasta ahora, ante el raudo incremento de los productos con IVA no ha habido otra alternativa que apretarnos cada vez más el cinturón.
Hoy, ad portas de nuevas elecciones parlamentarias, los personajes son, por poco, los mismos. Pero tal parece que el fanatismo –que como afección virulenta nos asalta en época electoral– y la maquiavélica intervención de las encuestas en torno a los candidatos presidenciales han sido distractores tan eficientes que a tres días del compromiso de elegir senadores y representantes –los artífices de las leyes que nos joden–, buena parte de los posibles electores ya olvidó sus despropósitos. Evidentemente no hemos entendido que, si bien son indispensables los honorables (“Digno de ser honrado”) congresistas, también son trascendentales los honorables electores. De otra forma, como dice el refrán, “Que entre el diablo y escoja”. Y, como pintan las cosas, será ese de cuernos y patas de cabra quien decida nuevamente.
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