
Rumbón carnavalero
Pero este virus no me matará la fiesta, no, señor. Estoy montando mi rumbón carnavalero 2022 en la sala de la casa en la que habrá Batalla de Flores, Gran Parada, Infantil y Joselito Carnaval, todo en uno. El sastre me dijo que la pinta está quedando monocuca, tengo unos lentes rojos y unos tenis azules que combinan con la pinta, pero estoy buscando unas zapatillas más carnavaleras para deslizarme bacano mientras bailo en el piso enmaicenado.
Uno de los eventos más trascendentes en mi vida que me conmovió hasta el ADN fue haber desfilado un sábado de carnaval en el cumbiódromo de la Vía 40 haciendo música. Difícilmente otras experiencias en mi vida le disputan el estallido de emociones que experiencié en ese día. Se lo debo a Istvan Dely, un húngaro filólogo que llegó a Cuba a hacer una investigación para un libro y terminó en las esquinas de la Habana aprendiendo a tocar todos los ritmos de allí y del Gran Caribe. Después se vino para Colombia y montó en Barranquilla una escuela de percusión que se llamó Epebá, Escuela de Percusión de Barranquilla, donde nos enseñó a sonar el tambor para disfrutar cada uno de esos golpes con conocimiento de cada nota y de cada ritmo, incluidos los colombianos.
Istvan inventó una mezcla a la que llamó Conga Epebá, la fusión de chandé, un ritmo colombiano carnavalero, con la conga cubana. Sonaba más o menos así: dos compases de chandé y entraba yo con el quinquin coroquinquin de la campana y enseguida el quinto, el salidor, el tres dos, el tumbador, el timbal de la conga cubana y hasta una batería. Sonido bestial. Tener la consciencia de verme trepado en un camión rodeado de tamboreros y sonando una campana que actúa a manera de metrómo como puente de unión entre dos ritmos del Caribe es algo que, en mi escala de valores, representa lo cósmico. Metrónomo que era también la clave para las bailadoras de la comparsa, que nos acompañaban adornando la calle con el movimiento de sus caderas. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
No hay cansancio en esas condiciones, sólo el vacile y la gozadera del espíritu, uno no puede dejar de sonar el instrumento, estás en medio de la música y eso es un tsunami de emociones que te arrastra en una espiral ascendente de sonidos, imágenes, colores, olores, gritos, risas, que estimulan el sexto sentido, la propiocepción consciente, y no se queda una sola célula sin responder. Sensación bestial.
Por todas las circunstancias de la vida esa experiencia no se ha vuelto a repetir, pero sigue latente la esperanza de algo parecido en alguno de estos carnavales, pero en este no, ni de vainas; por lo menos, no en el espacio público, no quiero hacer parte de la estadística de reinfectados por participar en un evento público en el que sé que, por su propia naturaleza, no habrá ninguna medida de control y se violarán todos los protocolos de bioseguridad.
Pero este virus no me matará la fiesta, no, señor. Estoy montando mi rumbón carnavalero 2022 en la sala de la casa en la que habrá Batalla de Flores, Gran Parada, Infantil y Joselito Carnaval, todo en uno. El sastre me dijo que la pinta está quedando monocuca, tengo unos lentes rojos y unos tenis azules que combinan con la pinta, pero estoy buscando unas zapatillas más carnavaleras para deslizarme bacano mientras bailo en el piso enmaicenado. Los amigos me están enviando música de la ocasión para que no me falte nada, falta seleccionar el ron que voy a tomar, para entrar en confinamiento preventivo esos 4 días y hacerle pistola al Coronavirus.
haroldomartinez@hotmail.com
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