Cada vez más renunciamos a la utopía de la democracia. Y aunque la utopía es un lugar inexistente, nos permite descifrar y construir un futuro. El gobierno que tenemos nos aleja de esa posibilidad convirtiéndola en una quimera. Muchos creen que no podemos ser más democráticos e incluyentes. Los cambios y reformas consensuadas les producen la incertidumbre de un futuro que no controlarían, o les incomodan porque los llevaría a incluir a quienes creen que no tienen derechos. Las demandas sociales les quitan la certeza de sus privilegios; y entonces no le dan la oportunidad a los demás para vivir mejor o, para al menos, tener esa ilusión.

Por ello, cuando el presidente aprovecha para gobernar por decretismo y discretismo podríamos terminar en escenarios autoritarios, fáciles de construir pues esta es una sociedad ambigua que coquetea a diario y en todos los espacios con ello. Para evitarlo se requieren convicciones, formación y actitudes democráticas. Y a falta de esto, se le suma un entorno público y privado que lo empuja por el despeñadero de decisiones verticales y abusivas. Falta un aprendizaje sobre los mínimos de la democracia que dan la clave para saber que además de ganar elecciones basadas en reglas electorales, se requiere ceñirse a instituciones transparentes y legítimas, respetar la crítica y el debate, aceptar los otros poderes públicos, no concentrar el poder, rendir cuentas permanentemente y facilitar y respetar la participación ciudadana sin cuestionamiento alguno.

En este sentido, la limitación extrema decretada para el funcionamiento del Congreso es en realidad un cierre de hecho. Es contrario a la democracia y va contra la Constitución, minando principios del pensamiento liberal, como aquel que nos indica que en algún lugar se hacen las normas, en otro se implementan y en un tercer nivel se hace el juicio de la aplicación de estas. La existencia ininterrumpida del Congreso es una condición sine qua non de cualquier democracia. Va contra los fundamentos republicanos que el gobierno expida normas por centenas para aplicarlas y, él mismo, haga el juicio de su aplicación, sin que se pueda escrutar o hacer juicio previo de su contenido, impacto y resultado.

La principal consecuencia de la cuasi clausura del Congreso y de la llegada de su nuevo presidente, es la disminución de las posibilidades de que el Congreso controle y contenga un gobierno que no incentiva ni anima nuestra cultura democrática. Además, se alejaría la posibilidad de recuperar la institucionalidad ordinaria del legislativo, restablecer las relaciones respetuosas del gobierno nacional con los gobiernos locales, promover la suspensión de la paralización del aparato de justicia, y, sobre todo, atender prioritariamente las penurias de la población. Este gobierno se procura, él mismo, su legalidad, amparado en el estado de excepción, pero se aleja de la Constitución y se divorcia de la democracia. Debe existir un lugar en el sistema político que evite que los grandes recursos públicos sigan llegando a pocos. La gestión de las consecuencias de la crisis, que afecta toda la comunidad, debe ir más allá de la premisa de pensar solo en las necesidades e intereses de los más afortunados.