El Heraldo
Opinión

R.E.S.P.E.T.O.

Bogotá, con sus más de 230 mil venezolanos, abrió esta semana el primer campamento humanitario para esta población en el país. Se trata del centro hogar El Camino, donde fueron reubicados 412 adultos y 67 niños que durante cuatro meses vivieron en cambuches en plena calle en el occidente de la ciudad.

Hasta mediados de enero, según el compromiso adquirido con Integración Social de Bogotá, vivirán en unas carpas y deberán cumplir un reglamento para mantener una respetuosa convivencia dentro y fuera del centro. Y si no lo hacen podrían ser hasta deportados.

Durante estas semanas conocerán la oferta institucional de las autoridades nacionales y locales, y se espera que puedan avanzar en sus procesos de regularización, algo fundamental para que puedan recibir completa atención en salud y educación y garanticen su inclusión social y laboral en este nuevo país, al que se trasladaron huyendo de la crisis que hunde hoy a Venezuela en la escasez y la violencia.

Visto así todo parece sencillo, pero la realidad es distinta y lo que está pasando en Bogotá y en otras zonas del país, analizado a fondo, requiere de enormes dosis de sensatez, respeto y coherencia de los colombianos, pero también de los migrantes.

En medio de protestas, estos 479 venezolanos fueron recibidos por sus nuevos vecinos, los habitantes del barrio Luis María Fernández, que temen que su sector se convierta en un foco de inseguridad o de problemas sanitarios.

Frente a este rechazo, el director de Migración Colombia, Christian Krüger, pidió no caer en la discriminación y la xenofobia, señalando que “durante años los colombianos fuimos tachados como criminales y narcotraficantes, solo por un estigma que crearon algunos pocos. Qué dolor de patria sentíamos cuando a uno de los nuestros lo discriminaban sin justificación alguna. Hoy, no podemos caer en ese error, en olvidar lo que nos ha tocado vivir y cerrarles la puerta a esos hermanos venezolanos que necesitan de nuestra ayuda”.

Un llamado a la solidaridad que va acompañado de un ejercicio de autoridad frente al que no deben quedar dudas, según Krüger, “tender la mano es ayudar, más no permitir que se incumplan las normas y leyes de nuestro país”. Y los venezolanos deben saberlo.

En Bogotá, la Policía detiene diariamente al menos a un ciudadano venezolano por delinquir. Pero no por eso debemos estigmatizar al grueso de esta comunidad. Es evidente que, al lado de los más necesitados, en esta migración masiva están llegando personajes de reprochable conducta que sí delinquen, porque a eso están acostumbrados, deben ser capturados y judicializados.

La mayoría de los venezolanos que conozco son buenos, trabajadores, respetuosos y agradecidos. Gente joven que valora las oportunidades que reciben. Clave, su integración en doble vía, con derechos pero asumiendo deberes. Ahora bien, seamos críticos con las actitudes agresivas y groseras de quienes responden con una piedra en la mano la solidaridad colombiana. Respeto mutuo. Bueno el cilantro, pero no tanto.

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