El Heraldo
Opinión

Hablando claro

Entre las diversas razones para que hayamos caído tan bajo está la gigantesca capacidad de los colombianos para no llamar las cosas por su nombre.

No es fácil vivir en una ciudad sin país. Porque eso es lo que son Cali y el Valle del Cauca. Entregados en rehén a la barbarie por el gobierno de Bogotá, son territorios apátridas, donde no rigen las leyes colombianas y donde rutinaria y permanentemente se violan los derechos fundamentales de la casi totalidad de sus habitantes. Aquí no existe el derecho a la vida, a la salud, al trabajo o a la libre circulación. Aquí rige la turba.

En Cali, la Policía no puede salir armada a las calles. No porque la ciudad sea muy segura y civilizada sino porque aquí priman los malhechores. Y para humillación del Ejército, los bandidos han bloqueado la vía pública a escasos metros de la entrada de su cartel. Es de suponer que adentro, aprovechando que, como cualquier delegación extranjera, sus instalaciones son extraterritoriales, sus oficiales estarán planeando operaciones en territorios distantes, todavía considerado como parte de Colombia. Pero con Cali, nada.

Que su ausente administración municipal esté hundida en las sospechas de corrupción no ha ayudado a una ciudad abandonada por el gobierno nacional. Y por eso, los habitantes de Cali han podido tener una prueba de lo que es vivir como en Venezuela. Sin alimentos, sin medicamentos, sin trabajo, sin seguridad, sin libertad de desplazamiento y en permanente estado de ansiedad. No por nada se teme que entre las ‘pacíficas’ bandas que bloquean la ciudad y cometen toda suerte de desmanes haya elementos de los colectivos chavistas.

Entre las diversas razones para que hayamos caído tan bajo está la gigantesca capacidad de los colombianos para no llamar las cosas por su nombre. Aquí ya los calzones no son calzones sino ‘cucos’. Y las nalgas ya no son nalgas sino ‘pompis’. Y en las empresas ya nadie trabaja porque los trabajadores han sido sustituidos por ‘colaboradores’. Hasta la Corte Constituyente ha hecho su aporte a este idioma postizo y engañoso y ha prohibido llamar discapacitado a quien sufre algún grado de incapacidad permanente, ordenando que se le llame ‘persona en condición de discapacidad’.

Así, no llamando las cosas por su nombre, denominan ‘pacíficas’ unas marchas que siempre terminan en violencia. Una marcha es pacífica si inicia pacíficamente, discurre pacíficamente y termina pacíficamente. Si en cualquiera de sus momentos hay violencia, es violenta. Y violentas han sido casi todas las que han tenido lugar durante los últimos negros días. Como ha sido violenta la protesta falsamente denominada ‘pacífica’, con sus bloqueos inhumanos y criminales que han producido el hambre de la población, destrucción, extorsiones y aún el asesinato de enfermos transportados en ambulancias.

Es monumental, además, el engaño de quienes están en la protesta con reclamos justos, bajo la ficción de que los crímenes que siempre los acompañan no son culpa suya sino de otros manifestantes, a quienes denominan ‘vándalos’. Como si quien acolita al sicario no participara en su crimen, ellos quisieran distanciarse de quienes se encargan de los desmanes. Pero, acéptenlo o no, son parte del mismo tinglado, cada uno con su rol. Ellos fungen de idiotas útiles que les proveen el escenario y la pantalla a los delincuentes, quienes son la fuerza de choque que protagoniza la barbarie que le da a la protesta la resonancia que su pobreza de ideas nunca generaría. Esa es la verdad: no es pacífica y son cómplices.

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