Completamos ya en el Valle del Cauca y el Cauca tres semanas en medio de la mayor ola de anarquía y violencia que Colombia ha conocido en las vidas de quienes hoy la habitan. Durante ese lapso, quienes sobrevivimos en esta abandonada región hemos visto violentados todos nuestros derechos fundamentales.
Inermes ante la barbarie, hemos sido despojados de los derechos a la vida, a la salud, al trabajo, a la propiedad, a la paz o a la libre circulación. Aquí solo se hace lo que permitan el autodesignado ‘comité de paro’, que se ha declarado interlocutor de las autoridades legítimas, y las fuerzas delincuenciales que lo rodean. Comité este que, por cierto, mereciera conocerse como el de la muerte, por los daños y víctimas que sus acciones e intransigencia han ocasionado.
Los perjuicios generados por esta agresión han sido monumentales. A nivel nacional se han perdido ya más de diez billones de pesos, más de un tercio de ellos en esta región. Han devastado violentamente cadenas alimenticias como la avícola y la porcícola, con lo que no solo han generado hoy escasez en alimentos de alto consumo popular, sino que han garantizado prolongar por años esa escasez, con el consiguiente encarecimiento de la canasta familiar y daño para los pobres.
Aún peores que los daños económicos, son las pérdidas en vidas, en salud y en bienestar de los colombianos producidas por los criminales bloqueos en los que se ha basado el paro. Además de las lesiones y decesos generados en las revueltas y bloqueos orquestados a su alrededor, el daño humano es brutal. Los hospitales no tienen oxígeno, sangre ni recursos para hacer cirugías ni trasplantes. Los pacientes de cáncer no pueden recibir quimioterapias, ni los diabéticos pueden recibir diálisis. ¡Y hasta ha habido pacientes asesinados en las vías por bloqueos que han impedido el paso de las ambulancias que los transportaban!
Figura central en todos estos daños ha sido el tal ‘comité de paro’ o, más precisamente, de la muerte. Ese ‘comité’, de virtualmente nula representatividad, ha mantenido una continua ofensiva basada en una inacabable lista de inalcanzables solicitudes, usada para darles pie a las actuaciones de los actores abiertamente ilegales.
Sus líderes son los mangoneadores de las centrales sindicales que, según la ESN, agrupan apenas un millón de afiliados, poco más de 4% del personal ocupado formalmente en Colombia. No representan a los trabajadores informales a quienes están privando de su trabajo, y no suman ni 5% de quienes votaron en las últimas elecciones. ¡Y es risible nada más pensar que esos vetustos ancianos representen a la juventud colombiana!
Pero el tema no es de risas. Es muy serio, pues los daños han sido graves y generalizados. El Código Penal ordena penas de prisión para quienes obstruyan vías públicas que afecten el orden público. Y el mismo Código, en su título sobre delitos contra la existencia y la seguridad del estado, más específicamente entre los delitos de traición a la patria, determina serias penas de prisión para quienes menoscaben la integridad nacional.
Del terrorismo al genocidio no hay mucho trecho. Las autoridades competentes deben investigar a fondo tanto las acciones de este ‘comité’ como las de todos los involucrados en los acontecimientos que durante las últimas semanas le han hecho tanto daño a Colombia. Su deber es fijar responsabilidades y proteger la Nación.
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