En otros tiempos la identificación política en Colombia era casi una cuestión hereditaria. Arrastrados por el sentimiento natural de pertenencia que requerimos los seres sociales y del cual el núcleo familiar era el abastecedor primordial, las preferencias políticas estaban simbolizadas en los colores azul y rojo; una especie de santo y seña que –en la concepción pueril de la política– certificaba la inclusión en cualquiera de estos bandos, y que entorpeció, por muchos años, el surgimiento de otras propuestas ideológicas. Esta polarización fue una constante en el horizonte político de una época, y en ella cada uno de los bandos se presentaba como poseedor de la verdad y veedor del bien social, adjudicándole al otro la equivocación y la catástrofe nacional. A la postre, y como consecuencia de las desigualdades y la injusticia, además de los movimientos propios de un sistema democrático, se abrieron paso otras corrientes, una pluralidad que, sin embargo, hoy sigue pareciendo bastante infecunda debido al escaso nivel de educación que tiene la población –por un lado–, y, por el otro, a la perseverante violencia encaminada a neutralizar las esporádicas tentativas de reflexión y renovación.
Así pues, a la contienda electoral del año 2018, que hasta hace poco figuraba como el futuro, casi llegamos con la misma concepción infantil de, en lugar de considerar la exposición de las ideas, apandillarse en torno a quienes se les supone un saber y, sobre todo, un poder con el que soñamos furtivamente. En esa luenga edad de la inocencia que vivimos los colombianos, las emociones juegan un papel fundamental. Y, si bien otros colores lograron abrirse paso en el reducido espectro político colombiano, el miedo, la incertidumbre y la confusión –además de condiciones como la imbecilidad– han sido determinantes en la constitución de una sociedad caudillista que reclama la intervención de un sujeto enjundioso que haga las veces de salvador. De ahí la necesidad de invalidar los razonamientos propios para adoptar fanáticamente postulados ajenos. No obstante, no hay alternativa. Como ocurre en muchos aspectos, la identificación ideológica, que es parte de la identidad social, se lleva a cabo en cada individuo según diversas influencias. Y eso es legítimo. Bien puede usted abrazar el extremismo de una derecha que empeñada en eternizar las diferencias sociales ha asesinado secretamente, o adoptar las banderas de una izquierda recalcitrante que en nombre de una igualdad inalcanzable ha disparado abiertamente. A usted le asiste el derecho de elegir su militancia. En cuanto a mi posición, por ahora sigo en el centro; no en ese centro desplazado alevemente para confundir, sino atenta a los fundamentos –un tanto utópicos– de un centro pacifista y transformador que propone crear conciencia sin sectarismos. Al final, el asunto no es a cuál bando pertenecemos, sino qué clase de sociedad es la que deseamos.
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